Difference between an M3 and M4 Enigma
Both the M3 and M4 Enigma machines were used by the German Navy during WWII.
The M3 is based on a set of 3 cipher wheels and a replacable UKW.
The M4 however, uses an extra cipher wheel and is therefore much more
difficult to break. M4 machines were used exclusively by the U-boat section
of the German Navy.Although the U-boats were using the much more secure M4 Enigma, there was
still a need to be able to exchange messages with a 3-wheel Enigma, e.g.
for the weather report. Thus it was made possible to set up the M4 Enigma
in such a way that it became compatible with a 3-wheel machine.
To understand how this was done, we need to take a closer look at the wheel
section of both machines:

m3_2
M3
Let’s first look at the wheels of an M3 machine. From right to left we can
see the ETW (Eintrittswalze), the three movable coding wheels and finally
the UKW (Umkehrwalze). The three moving wheels can be fitted on a rod in
any particular order. In the drawing above, you can clearly see the spring-loaded
contacts on each of the wheels. The ETW is shown with part of its body ‘removed’
so that you can see how the wires are connected to the contacts.
Once placed on the rod, the entire movable section
can be fitted in between the ETW and UKW. A lever is then used to move
the UKW to the right, so that all wheels are pressed firmly together.
The result can be seen on the right:
m3_1
M4
In February 1942, the Navy introduced the M4 Enigma, featuring an extra
weel. The design was based on a ‘modified’ M3, so that existing parts
could be used. The case of the M4 has the same size as the M3 case, which means
that the 4 wheels had to be fitted in a space that was designed for 3 wheels.
This was done by replacing the existing UKW by a much smaller one, which left
space for an extra coding wheel. As the remainging space wasn’t sufficient for
a standard coding wheel, a thin wheel was designed to sit next to the UKW.
For this reason the 4th wheel cannot be swapped with the other three wheels.
When mounted together, all four wheels and the UKW would fit in the same space
as before:
m4_1
Compatibility
The 4th wheel is never moved by any of the other wheels and will stay in place
for the duration of the cipher session. However, the wheel can be setup in 26
positions, which in effect creates 26 different UKWs.
Both the UKW and the 4th wheel were wired in such a way that, when set to A,
the machine was compatible with an M3 machine. In other words: the combination
of an M4 UKW + 4th wheel (set to A) is the same as an M3 UKW.The standard coding wheels are marked in Roman numbers I to VIII (1 – 8).
The 4th wheel. which is different, it is marked with a Greek symbol.
As there were two UKWs in operation, B and C, the 4th wheel is called Beta
and Gamma respectively. When UKW-B is combined with 4th wheel Beta, it is
equal to an M3 UKW-B. The same can be said for UKW-C and the Gamma wheel.

The 4th wheel is known under different names. It is sometimes referred to as
the 4th wheel, or thin wheel, but can also be called Zusatzwalze or,
more commonly, the Griechenwalze. Please note that it is possible to use
UKW-B with Gamma and UKW-C with Beta, which adds to the complexity of the cipher.

How is this done in the Enigma-E?

The Enigma-E works exactly in the same way. In fact it just simulates an M4 Enigma.
If we want to simulate an M3, all we need to do is to select the correct 4th wheel
and set it to the fixed position A.
Please note that due to a misfeature in the software of the Enigma-E, it is still
possible to change the setting of the 4th wheel in an Enigma M3 (although it doesn’t
have a 4th wheel) which will lead to incorrect operation. When using the M3 emulation,
you should leave the settings of the 4th wheel to A.

It is also possible to exchange messages with an Enigma-A, used by the German
Army and Air Force. The A models are fully compatible with an M3 Enigma, but only
wheels I to V were supplied with the machine. Wheels VI to VIII were used
exclusively by the German Navy.

Historia de Enigma, por Román Ceano (http://www.kriptopolis.org/node/1921)

Una de las personas que en 1923 decidió montar un negocio fue un ingeniero llamado Arthur Scherbius. Se asoció con otro ingeniero, Richard Ritter, para poner en producción un invento nuevo que le parecía que estaba llamado a revolucionar el viejo y secreto arte de la criptografía. Otros tres inventores habían desarrollado el mismo concepto con meses de diferencia: Hebern en EEUU, Alexander Koch en Holanda y Arvid Damm en Suecia. Scherbius y Ritter compraron la patente de Koch y la aportaron como capital para constituir una sociedad dentro de un grupo llamado Securitas, en cuyo directorio obtuvieron un par de asientos con la operación. La empresa se llamaría Chiffriermaschinen Aktien Gesellschaft y comercializaría, bajo la marca Enigma, una máquina de cifrar literalmente invencible.

El aparato tenía el aspecto exterior de una máquina de escribir muy voluminosa, con la particularidad de que los tipos móviles eran activados mediante un electroimán, como en las máquinas de escribir eléctricas. Sobre el teclado había cuatro ventanitas con una letra. Podía funcionar en dos modos, que se regulaban con un pequeño mando. Con el modo de operación normal, cuando se apretaba la tecla A se imprimía una A, tal como es de esperar en cualquier máquina de escribir. Pero con el modo «Cifrado» se hacía pasar la corriente a través de un curioso mecanismo, de forma que la letra que se imprimía era el producto de una sofisticada codificación. Se trataba de una serie de ruedas colocadas tocándose por sus caras, formando un cilindro. La ruedas podían moverse sobre un eje común, sin dejar de tocarse.

Cuando se activaba una tecla, la corriente llegaba a la primera rueda. Las ruedas tenían contactos eléctricos delante y detrás, y en su interior estaban conectados los de delante con los de detrás según un patrón arbitrario pero fijo. Había 28 contactos en cada cara, uno por cada tecla (25 letras y tres acentuadas), por los cuales entraba y salía la corriente. En el interior de la primera rueda, la letra original era transformada en otra siguiendo el patrón fijado por el cableado al activar el contacto correspondiente en la salida trasera. La A se convertía por ejemplo en K, etc… A continuación, el contacto correspondiente a la K en la parte delantera de la rueda central activaba el contacto correspondiente a otra letra en la parte trasera, digamos la L. Finalmente, la tercera rueda trasformaba la L en una G, que se imprimía con el mecanismo de la máquina de escribir eléctrica. Así pues la máquina realizaba un cifrado mediante sustitución, pero de un tipo novedoso, si no como concepto sí como aplicación práctica.

Desde antiguo se sabía que para cifrar se pueden seguir dos caminos: podemos desordenar las letras del mensaje hasta que no sea posible leerlo o podemos sustituir cada letra por otra. Una regla de sustitución se llama un alfabeto, y normalmente se nombran poniendo las letras cifradas que se hacen corresponder a cada letra en claro al cifrar ordenadas como estas últimas. Es decir que si un alfabeto es HTFRD.. significa que la A se sustituirá por la H, la B por la T, etc…

Si utilizamos el mismo alfabeto para todo el mensaje, obtenemos una sustitución monoalfabética. Se trata de un cifrado trivial, que puede ser descifrado en pocos minutos mediante análisis de frecuencia. En cada idioma, las letras aparecen con una frecuencia determinada y si se ha cifrado un texto mediante una regla fija de cambiar cada letra por otra, basta con aplicar la frecuencia del idioma a la frecuencia del texto para saber, de forma muy exacta, qué letra corresponde a cada carácter. Si además sabemos que algunas parejas y tríos de letras son más probables que otros (análisis de contacto), podemos descifrar el texto incluso cuando la frecuencia no es determinante porque el mensaje es muy corto.

Existen varias formas de soslayar este problema. Una de ellas es trabajar con muchos alfabetos y utilizar uno diferente para cifrar cada carácter del texto en claro. Durante dos siglos y hasta mediados del XIX, era muy popular el sistema de Vigenère, definido en el S XVI sobre ideas anteriores, que permitía, mediante una clave, crear un juego de alfabetos que se usaban sobre cada letra del texto de forma consecutiva. El motivo por el que se había dejado de utilizar era porque cada clave sólo generaba dos o tres docenas de alfabetos (dependiendo de su longitud) y por ello en textos largos era posible descubrir el periodo con el que se aplicaban los alfabetos y separar los caracteres que habían sido cifrados con el mismo para aplicar después el análisis de frecuencia. Además, al estar generados por la clave, los alfabetos no eran aleatorios, sino que seguían un patrón discernible con mucha paciencia, sobre todo con claves cortas. Aunque ejecutado a mano era un sistema muy laborioso y muy proclive al error, se utilizó profusamente hasta que se descubrió que no era seguro.

El método que se siguió utilizando era otro, que había nacido prácticamente a la vez. Consiste en crear un libro de códigos donde cada letra, cada sílaba y cada palabra tengan una correspondencia con un grupo de números o letras. No hay análisis de frecuencia, porque tenemos miles de caracteres y no sabemos si cada grupo de números representa una palabra, una sílaba o una letra. Para complicarlo más se incluyen a veces varias correspondencias, de forma que las letras o silabas más comunes estén representadas por varios grupos. Resulta muy seguro cuando el criptoanalista hostil tiene pocos ejemplos y carece de contexto (es decir no sabe nada de lo que contienen los mensajes) pero, a base de trabajo y acumulando mensajes, es fácil componer el código de manera casi sistemática. Cuando se tiene completo es como leer un libro abierto. Todos los códigos terminan rotos y por tanto hay que cambiarlos a menudo, con el problema de negociación de claves que esto comporta, máxime cuando la clave es un voluminoso libro.

Lo que Scherbius y el resto de inventores contemporáneos habían imaginado era un sistema de sustitución que utilizase alfabetos a gran escala generados por el movimiento discreto de ruedas contiguas. Si tenemos dos alfabetos podemos combinarlos para obtener un tercero. Si por ejemplo tenemos DCLGBOS… (es decir que la A será D, la B será C, la C será L….), y tenemos IUJSCRF… ( A será I, B será U, C será J, etc…) podemos aplicarlos consecutivamente. Si la A será D por el primer alfabeto y la D será G por el segundo, en el alfabeto compuesto por ambos la A será una G. Análogamente, dos ruedas contiguas que no se muevan entre sí actúan igual que una sola rueda cableada de la forma conveniente.

Como hay 28 maneras de combinar dos alfabetos de 28 letras (o, para el caso, 28 maneras de colocar la segunda rueda si la primera está quieta), podemos crear con ellos 784 alfabetos diferentes. Las ruedas de contactos de Enigma eran la expresión eléctrica de los alfabetos. Al ir girando las cuatro ruedas que tenía el primer modelo se variaba la composición, y por tanto se generaban diferentes alfabetos, hasta un total de 614. 656. Gracias a la mecanización, Enigma permitía ciclos tan largos que en un texto n
unca se utilizara dos veces el mismo alfabeto. Cada vez que se pulsa una tecla, una de las ruedas gira cambiando la composición y por tanto el alfabeto. En el primer modelo, el giro de las ruedas estaba gobernado por unos engranajes separados de éstas, que hacían que se movieran con un patrón muy complicado. Las ruedas podían ser intercambiadas para crear nuevos juegos de 614. 656 alfabetos. Así pues, la clave, que se podía transmitir en claro, era el orden de colocación de las ruedas y la posición inicial de éstas, apenas una docena de caracteres.

El uso del telégrafo, en el que un montón de empleados tenían acceso a los mensajes mientras los tecleaban, había provocado un boom de los libros de códigos. En 1923, Scherbius y Ritter presentaron su máquina en un stand del Congreso Internacional Postal que tuvo lugar en Suiza y repitieron al año siguiente en que el congreso tuvo lugar en Estocolmo. Era el modelo A de cuatro ruedas y capaz de imprimir a la vez que cifraba. Era una máquina muy voluminosa y sobre todo muy cara, por lo que las ventas fueron escasas a pesar de la campaña de publicidad con prospectos y anuncios en la que Scherbius usaba la frase comercial «Un solo secreto salvado ya paga el coste».

Muy pronto la compañía lanzó tres modelos más llamados B, C y D. El B era similar pero utilizaba ruedas de 26 contactos, eliminando por tanto las letras acentuadas para reducir un poco el tamaño. Parecía aún más una máquina de escribir, porque todo el mecanismo de cifrado estaba dentro de una pequeña protuberancia cuadrada en el costado, en la que se veían las ventanitas donde se seleccionaba la posición inicial.

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Con el modelo C, Scherbius quiso dar al mercado un producto aún más compacto y económico. Para ello introdujo varias novedades. La primera es que desapareció todo el complicado mecanismo de impresión. Ahora al pulsar cada tecla se encendía una luz de las 26 que lucía el aparato, cada una con una letra pintada. El operador debía apuntar el resultado por su cuenta. También incorporó una idea, original de Hugo Koch, que eliminaba la necesidad de un mando para cambiar del modo de cifrado al de descifrado del que disponían los modelos A y B. En cada uno de estos dos modos la corriente debía pasar en dirección opuesta. La solución era convertir la cuarta rueda en un reflector, es decir que los contactos de una de las caras estaban conectados a pares entre sí. Esto hacía que la corriente pasase otra vez por las otras tres ruedas. Scherbius creyó erróneamente que eso también incrementaba la seguridad de la máquina y por ello pensó que con tres ruedas sería suficiente. En realidad el reflector la debilitaba, porque ahora la codificación era simétrica y si la A se convertía en U para una posición determinada, la U se convertiría en A. Además, una letra nunca podía ser imagen de sí misma. Finalmente, el modelo C eliminaba los engranajes independientes para hacer girar las ruedas y los incorporaba a éstas. Cada rueda tenía solidario con sus circuitos una pequeña muesca, y cuando esa muesca llegaba a una posición determinada hacía girar una vez la siguiente rueda, la distancia angular entre dos contactos, de forma análoga a como lo hace un cuentakilómetros.

Casi inmediatamente salió a la venta el modelo D, que sería la estrella de la empresa y el único que se vendió en cantidades razonables. Era casi igual al C, al que acabó sustituyendo, pero un poco más elegante de aspecto. El reflector no giraba, sino que el operador lo ponía en la posición deseada (que se adjuntaba a la clave) y permanecía así durante todo el cifrado/descifrado.

Antes de montar su empresa, Scherbius había ofrecido su invento a la marina alemana y al ministerio de asuntos exteriores. Tanto la marina como el ministerio habían sufrido la habilidad de los criptoanalistas ingleses de la Sala 40. Se habían perdido muchos barcos y se había hecho el ridículo con el telegrama Zimmerman, así que Scherbius pensó que tenía una oportunidad. Sin embargo, cuando los contactó, justo después de la guerra, en medio del impacto provocado por el tratado de Versalles y con el país arruinado, ambos le habían hecho saber que aunque su invento parecía muy seguro no tenían un tráfico que justificara su alto coste, sobre todo para la marina que prácticamente sólo podía disponer de lanchas guardacostas. En 1925, cuando varios gobiernos extranjeros adquirieron Enigmas para estudiarlas y alguno como el italiano la adoptó oficialmente para su marina, algunos oficiales pensaron que quizás sería una buena idea estudiar nuevamente el caso.

La marina alemana se estaba reconstruyendo dentro de la camisa de fuerza que representaba el tratado, pero sus oficiales ya trabajaban con la mirada puesta en el día en que pudiesen ignorarlo. Encontraron las nuevas versiones de Enigma muy compactas y de precio muy conveniente pero pidieron que se les hiciera un modelo especial que tuviese 29 contactos para soportar las letras acentuadas. Más tarde modificaron este modelo varias veces, incluyendo la ampliación a cuatro ruedas como las Enigmas modelos A y B.

Cuando el ejército tuvo noticia, envió también oficiales de inteligencia a evaluar Enigma. El ejército había sufrido a manos de los criptoanalistas franceses lo mismo que la marina con los ingleses. Ellos también pidieron un modelo especial. La Enigma del ejército de tierra tendría el reflector fijo para reducir el precio, 26 letras por rueda para reducir el tamaño, el gatillo que haría girar las ruedas sería solidario con el anillo exterior donde estaban las letras que nombraban las posiciones (en lugar de con los circuitos como en los modelos C y D) e hicieron añadir un panel de conexionado. Este panel permitía permutar pares de letras de forma que apretando la A pasase lo que habría pasado si hubiésemos pulsado la R y viceversa. Al tener el panel, la clave debía incluir la configuración de éste, pero la pequeña complicación añadida quedaba ampliamente justificada por la seguridad que daba. En 1928 el modelo G, que incorporaba todas estas mejoras, se usaba ampliamente en el ejército. En 1930 salió el modelo I, que se consideraba el definitivo y del que empezó una producción en masa.

Para entonces Alemania estaba reconstruyendo su ejército y su marina, a la vez que creaba un ejército del aire de forma disimulada. Gracias a tratados que había ido firmando y que modificaban el original de Versalles, las duras condiciones iniciales ya no existían, pero Alemania estaba haciendo muchísimo más de lo que permitían los nuevos tratados y tenía la firme intención de seguir en esa línea. Por ello, aunque formalmente estaba en paz, tenía la misma necesidad de secreto que un país en guerra. Enigma era justo lo que le hacía falta.

Los oficiales de inteligencia de los países que vigilaban el cumplimiento alemán pasaron informes muy pesimistas sobre la posibilidad de criptoanalizar los mensajes cifrados con Enigma. Lo consideraban inútil, porque a su juicio era un cifrado total y completamente invulnerable. El control de Alemania debía hacerse mediante visitas
sorpresa y fotografía aérea. Los mensajes captados debían ser tirados a la basura porque nunca serían descifrados. Un ejército de miles de operadores que dispusieran todos ellos de copias de Enigma tardaría millones de años en encontrar la clave de… un solo mensaje. O lo que era lo mismo, para encontrar la clave en un tiempo en que pudiera ser útil leer ese único mensaje de los cientos que se radiaban diariamente (p.e. en el mismo decenio en que se había cifrado), hacían falta varios miles de millones de operadores cada uno con su Enigma. Ni comprometiendo a toda la humanidad durante una generación entera era posible leer un solo mensaje. Era una grado de imposibilidad más allá de lo imaginable. Si aquella máquina inventada por el demonio se vendía por todo el mundo, los días del criptoanalisis estarían contados.
En 1920, el nuevo estado Polaco ganó la guerra más grande de las varias en que se había visto envuelto desde su fundación el año anterior. Un numeroso ejército revolucionario ruso fue derrotado cuando intentaba reconquistar los territorios cedidos a los alemanes en la paz de 1917. Ahora pertenecían a Polonia y estaban defendidos por su ejército de veteranos, que estrenaba bandera. El Mariscal Pildsuski, un antiguo soldado polaco del ejército prusiano cuya única obsesión desde 1914 había sido refundar Polonia, dirigió las maniobras defensivas, que culminaron en un ordenado contraataque, que fue ganando inercia hasta desbandar a los rusos más allá de sus fronteras. Fue la apoteosis de la demiurgia nacionalista, cuando el odiado opresor ruso huyó, puesto en fuga por un ejército de patriotas. En pocos meses, Polonia había pasado de nación oprimida, desahuciada por la historia, a potencia regional.

El ejército polaco combinaba el ardor patriótico con la experiencia profesional, pero tenía además un arma secreta. Veteranos activistas políticos de las tres clandestinidades que habían vivido los polacos, nutrían las filas de un floreciente servicio de inteligencia. Mediante agentes dobles, intercepciones de mensajes y análisis cuidadoso, durante toda la campaña habían estado en condiciones de informar sobre la posición de los rusos e incluso sobre sus planes inmediatos.

Cuando terminó la guerra se formalizó un departamento llamado Segunda Sección del Estado Mayor que agrupaba todos los servicios relacionados con actividades secretas. En varias localidades se instalaron antenas para captar tanto los mensajes de los ejércitos enemigos como las transmisiones de los agentes propios sobre el terreno. Una vez conjurado el peligro en el Este, giraron su atención al Oeste, donde la Alemania malherida post-Versalles se debatía entre la dictadura militar, la revolución bolchevique y la democracia de partidos, sin que se atinase a ver en qué hueco se pararía la bolita.

A medida que pasaron los años, Alemania se fue estabilizando. Los polacos estaban más o menos tranquilos, porque gracias a la efectividad de sus criptoanalistas podían monitorizar la amenaza de forma muy precisa y no vislumbraban un peligro inminente. Francia había montado durante la Gran Guerra una estación de escucha y descifrado que superaba el sistema tradicional de que cada mensaje era descifrado individualmente por una persona. Habían creado una estación con mucho personal que funcionaba en departamentos separados de adquisición, compilación de códigos, descifrado, análisis y archivo. Con ello siempre habían tenido bajo control todos los mensajes alemanes y habían sacado un gran provecho de ello. Ahora los franceses instruyeron a los polacos y éstos recrearon la metodología. Fuera por escasez de personal o fuera por convencimiento, los servicios secretos polacos empezaron a reclutar matemáticos además de lingüistas, que había sido la opción obvia tradicionalmente.

En la Polonia de la época existía una pujante escuela de matemáticos y lógicos que trabajaban alrededor de la revista Fundamenta Matematicae de Varsovia, cuyos nombres más emblemáticos eran Sierpinsky y Tarsky, famosos por sus contribuciones a la dilucidación de la independencia de la hipótesis del continuo, versión moderna de un problema dos veces milenario. Se sabe que Sierpinski en persona colaboró con la Segunda Sección desde el principio junto a otros matemáticos polacos mundialmente famosos como Mazurkiewikc. Muchos de estos matemáticos procedían de Prusia y habían estudiado en Gotingen, capital mundial de la matemática durante el cambio de siglo. Al principio de la Gran Guerra, cuando Alemania había arrebatado Varsovia a los rusos tras la derrota de los lagos de Tannenberg, se habían trasladado allí para refundar la universidad cerrada durante un siglo. En pocos años, la semilla había fructificado y a mediados de la década varias facultades por toda Polonia impartían matemáticas al mismo nivel que Gottingen. La Segunda Sección realizaba regularmente cursos sobre Criptográfía a los mejores estudiantes de cada promoción y reclutaba a los que mostraban más talento.
A principios de 1926 la marina alemana empezó a radiar unos mensajes que causaron inquietud. Por mucho que se trabajaba sobre ellos, no parecía posible compilar el código. Pensaron que los mensajes llevaban alguna sobreencriptación y redoblaron los esfuerzos pero sin obtener resultado alguno. En 1928 casi todos los mensajes de la marina alemana resultaban indescifrables y, por la cantidad de esfuerzo invertido, empezaba a parecer que pasaba algo más grave que una simple superencriptación de un código convencional. En Julio, algunos mensajes del ejército resultaron también invulnerables y cundió el pánico a medida que la proporción aumentaba rápidamente. ¿Que método estaban usando los alemanes? ¿Cómo podía ser atacado…?

Se formó un grupo de trabajo de tres personas, dirigido por el Capitán Maximilian Ciezki, con el objetivo especifico de aclarar la cuestión. Este grupo reunió durante meses todas las evidencias y llegó a una conclusión sorprendente: los alemanes habían abandonado el cifrado mediante códigos y habían empezado a utilizar algún tipo de encriptación polialfabética mecánica. Probablemente estuvieran utilizando máquinas del tipo Hebern o Enigma y, siendo Enigma alemana, las sospechas se inclinaban por esta última. El grupo organizó un operativo en colaboración con la rama ejecutiva y consiguió adquirir de forma encubierta una Enigma comercial tipo D.

En Varsovia existía una fábrica de equipo electrónico llamada Ava, que colaboraba regularmente con la Segunda Sección. Allí se construían las antenas utilizadas en las estaciones de escucha y las pequeñas radios portátiles que se entregaban a los agentes sobre el terreno. En cuanto la máquina cruzó la frontera, agentes de la Segunda Sección la trasladaron rápidamente a los laboratorios de Ava. Allí fue examinada cuidadosamente por Ludomir Danilewicz y Antoni Palluth, los dos ingenieros propietarios de la firma y personas de absoluta confianza. Antoni Palluth llevaba prácticamente una doble vida. Además de su trabajo en Ava, solía su
pervisar todos los aspectos técnicos de las estaciones de escucha. Pero la parte más estresante de su colaboración era instruir en el manejo de las radios a los nuevos agentes. Con una pistola en la cintura y una identidad falsa, acudía a citas clandestinas organizadas por la rama ejecutiva en el interior de Alemania, para dar sus cursillos sobre instalación de antenas ocultas, uso de frecuencias, indicativos y mantenimiento de los equipos. Cuando era necesario, participaba en el descifrado o en cualquier tarea para la que se le requiriese. Su familia estaba acostumbrada a ver llegar una limusina negra, con soldados en el asiento delantero, que le llevaba o traía a las horas más intempestivas.

Danilewicz y Palluth desmontaron la máquina Enigma y escribieron un informe para el Mayor Podorny, responsable de la Segunda Sección, en el que detallaban el cableado de las ruedas, aunque avisando de que todos sus intentos para establecer una relación entre éste y los mensajes proporcionados por Ciezki habían fracasado. La conclusión era que, incluso si ésa era la misma máquina que usaban los militares alemanes, no había forma de descifrar los mensajes. El grupo de Ciezki siguió trabajando y mediante varias fuentes sobre el terreno, estableció conclusiones aún más preocupantes. Al parecer, la Enigma militar disponía de una especie de panel de conexionado externo que la hacía más invulnerable, si tal cosa era posible. A finales de 1931, la Segunda Sección sufrió una reorganización y el Mayor Gwido Langer sustituyó a Podorny. Se creó el Biuro Szyfrow, dividido en secciones territoriales. Ciezki fue nombrado responsable del BS4, encargado de la adquisición de comunicaciones alemanas.

A pesar de que se intensificaron hasta el paroxismo los esfuerzos para descifrar Enigma, éstos terminaron con el más absoluto fracaso. Palluth había inventado un método a base de unas tiras de papel, que intentaba aplicar cada noche en su casa. Muchas madrugadas su mujer tenía que acompañarle a la habitación, porque quedaba ciego después de horas y horas de esfuerzo infructuoso. Vencidos uno tras otro todos los que lo habían intentado (incluyendo a Ciezki y Langer), se extendió la convicción de que era una tarea imposible. Polonia estaba ahora inerme y su arma secreta había dejado de existir.

A mediados de diciembre de 1931, el Mayor Gwido Langer estudiaba cómo reforzar sus redes de agentes en el interior de Alemania, una vez se había demostrado en la práctica que la cifra con Enigma era inescrutable. Una mañana le dijeron que Gustave Bertrand, del Deuxieme Bureau francés estaba en Varsovia y quería verle. Los franceses asesoraban a los polacos desde la firma de un tratado de ayuda mutua en 1921 y Langer se preparó para otra sesión de suficiencia y pedantería francesas. Esta vez -sin embargo- no era una visita cualquiera. Bertrand abrió el bolsón que portaba y le enseñó una copia del auténtico manual de operación de la Enigma I del ejército de tierra alemán. Le dijo que tenía una fuente dentro del ejército alemán y que necesitaba ayuda para utilizar el material que le suministraba. Bertrand no le contó casi nada a Langer de sus problemas personales, pero esa visita era una jugada desesperada.

Un año atrás, un individuo que trabajaba en la oficina de cifra alemana había contactado con la embajada francesa en Berlín para ofrecer secretos a cambio de dinero. Hans Tilo Schmidt era un individuo algo obeso, que había visto con desesperación como su suegro pasaba de una confortable riqueza a la más abyecta pobreza durante la crisis económica. Hombre de gustos caros y mucha afición a la vida nocturna, su sueldo de funcionario le resultaba completamente insuficiente y había decidido complementarlo mediante la traición a su país.

Como los franceses no tenían infraestructura alguna en Berlín le habían citado en un hotel en Bélgica, cerca de la frontera alemana. En la primera cita llegó a un acuerdo con el agente francés Lemoine para intercambiar secretos por grandes cantidades de dinero. Concretamente, prometió a Lemoine que pondría en sus manos todas las comunicaciones alemanas. Éste le entregó una cámara Leica y le instruyó en su manejo. También le explicó el procedimiento que usarían para concertar las citas y le dio unos mínimos consejos de seguridad.

Bertrand era el encargado del departamento de criptoanálisis francés y -al igual que los polacos- también había chocado con Enigma. Cuando se enteró de la promesa de Schmidt a Lemoine pidió -y obtuvo- permiso para participar en la segunda cita como especialista en cifra. Alojados en el mismo hotel, por la noche se encontraron los tres en la habitación de Schmidt. Cuando éste abrió su cartera aparecieron cuatro libritos. Un rápido examen reveló que eran manuales de operación de Enigma pertenecientes a la aviación y al ejército de tierra. Dos describían sistemáticamente los pasos sucesivos del procedimiento de cifrado, mientras los otros dos explicaban los principios básicos. Schmidt también les entregó unos carretes, que les aseguró contenían fotografías detalladas de una máquina Enigma. Bertrand y Lemoine salieron de la habitación para hablar entre ellos. Bertrand opinó que con ese material podrían descifrar mensajes de Enigma y que debía pagarle mucho dinero. Lemoine volvió la habitación y pagó a Schmidt cinco mil marcos en efectivo.

Aunque Bertrand estaba al mando de los criptoanalistas franceses, él mismo no era uno de ellos. A pesar de su entusiasmo por el botín, cuando llegó a Paris los técnicos le dijeron que no servía para nada. Era interesante saber cómo se operaba la máquina pero ello no ayudaba a descifrarla. En las descripciones faltaba lo más importante, que era el cableado de las ruedas. Pero incluso si la fuente consiguiese el cableado no serviría para nada. Enigma era un sistema seguro y, por tanto, ni siquiera disponiendo de una se podía descifrar. Harían falta las claves diarias y, a menos que su fuente pudiera obtenerlas, ningún mensaje podría ser leído. Además, cada vez que se cambiasen deberían ser obtenidas de nuevo.

En un informe interno se recomendó que Bertrand quedara fuera de la operación y que se orientaría a Schmidt a recabar información sobre el rearme alemán. En Alemania, la inofensiva república de Weimar tenía los días contados y los viejos demonios del Reich se acercaban cada vez más al poder, disfrazados de modernidad post-democrática. El material se envió a los ingleses, que agradecieron formalmente el envío pero no hicieron ninguna pregunta ni enviaron una lista de la compra para la fuente.

Ésa era la razón de que Bertrand estuviera en Polonia. Sabía por compañeros suyos que los polacos habían estado trabajando sobre Enigma y quería que Langer utilizase el material para descifrarla ya que,de lo contrario, él estaría fuera de la operación Asché. Langer le prometió que estudiarían su potencialidad y que ellos mismos no disponían de ninguna información adicional. Langer sí que ten&
iacute;a una lista de la compra. Sobre todo y ante todo hacía falta el cableado de las ruedas. Una vez obtenido esto haría falta un suministro continuo de claves diarias. En caso de que las claves diarias resultasen imposibles de obtener, quizás utilizando parejas de mensajes en claro y cifrados hubiera alguna forma de hallarlas, por lo que debía pedir a la fuente la máxima cantidad de mensajes en claro, para cuadrarlos con los cifrados que captaban sus estaciones de escucha.

Acordaron un procedimiento especial para comunicarse directamente utilizando los seudónimos Bolek (Bertrand) y Luc (Langer), por el que circularían las claves. De vuelta a París, Bertrand consiguió convencer a sus superiores de que los polacos veían posible descifrar Enigma si se les suministraba un poco más de material. A pesar de la reticencia de Lemoine se acordó seguir pidiendo a Schmidt material relacionado con Enigma y en concreto el cableado de las ruedas, juegos de claves y todos los mensajes en claro que pudiera obtener. Por los manuales de procedimiento se sabía que se editaban libritos mensuales de claves, que se asignaban a cada mes sobre la marcha.

Lemoine, Bertrand y Schmidt se vieron varias veces durante la primera mitad de 1932. Schmidt traía kilos y kilos de mensajes en claro, muchos con su pareja en criptotexto. Con la cámara Leica fotografió varias máquinas Enigma y más manuales de operación y mantenimiento, pero nunca se atrevió -o tuvo ocasión- de desmontar las ruedas, ni tuvo acceso a claves. Por ello siempre acudía sin claves diarias ni de ese mes ni de ninguno y sin el cableado que, según él, sólo era conocido por media docena escasa de personas. Bertrand cada vez lo trataba peor, puesto que cada vez su posición personal era más insostenible. Un agente llamado Perruche empezó a participar en las citas. Perruche no estaba interesado en Enigma sino en el rearme alemán y Lemoine no se cansaba de repetir a sus jefes del Deuxieme Bureau que sería mucho mejor suspender los viajes de Schmidt al extranjero, porque eran muy peligrosos.

Mediante tinta invisible o esteganografía, sería posible que éste suministrase información por correo con mucho menos riesgo. En caso necesario podía incluso montar un sistema de buzones en Berlín o concertar citas cortas para intercambiar sobres. Cualquier cosa menos esos viajes al extranjero cargado de material extremadamente peligroso. Bertrand, por el contrario, estaba dispuesto a correr el riesgo de sacrificar la fuente, porque sabía que con los métodos más seguros Schmidt sólo podría proporcionar información militar concreta, en lugar de las pilas de mensajes cifrados y en claro que Langer le decía que serían una buena alternativa a las claves cuando se tuviese el cableado.

Bertrand se resistió de todas las maneras a quedar fuera y puso a Schmidt bajo una extraordinaria presión. Un día de mediados de Agosto de 1932 Schmidt pidió a través del procedimiento establecido para urgencias, una cita en el mismo Berlín. Acudió Lemoine en un operativo bastante arriesgado y Schmidt le pasó dos libritos de claves que le dijo que se usarían en Septiembre y Octubre. Las claves fueron enviadas a París por valija diplomática y de allí a Varsovia. Bertrand fue poco después y Langer le dijo que si no conseguían el cableado antes de que las claves entraran en operación, no servirían de nada y caducarían.

En la siguiente cita (Lieja, Octubre de 1932), con el segundo libro de claves a punto de caducar, Schmidt y Bertrand tuvieron una agria discusión, porque Bertrand acusó a Schmidt de estarse embolsando una fortuna por vender material inútil, ya que sin el cableado no podían hacer nada. Lemoine intercedió -aprovechando que era el único que hablaba los dos idiomas- pero de vuelta en París pidió a Luis Rivet, responsable del Deuxieme Bureau, que no dejase a Bertrand acudir nunca más a una cita de la operación Asché. Bertrand volvió a Varsovia a darle a Langer las malas noticias.

Aunque no le explicó los detalles, Bertrand sabía que, o bien la policía alemana capturaría a Schmidt o bien se suspenderían las citas en el extranjero, y que en cualquier caso, con él fuera de la operación, las listas de preguntas dirigidas a la fuente dejarían de priorizar Enigma. El hermano de Schmidt estaba disfrutando de una meteórica carrera, por lo que a través de éste se hacían accesibles secretos mucho más suculentos que aquellos papelotes sobre el maldito aparato, que al final no conducían a nada, tal como los expertos habían anunciado desde el principio. Langer le despidió asegurándole que ellos seguirían trabajando sobre el tema y que en reciprocidad por todo lo que les había suministrado, en caso de que tuvieran acceso a más información se la remitirían. Bertrand abandonó Varsovia apesadumbrado.

Langer le había dicho la verdad, aunque de una forma un tanto elíptica. Estudiando la documentación y haciendo intentos vanos de reproducir el mecanismo a partir de la comparación entre mensajes en claro y cifrados, Langer, Ciezki y Palluth habían decidido que Enigma era algo demasiado complicado como para intentar atacarlo a base de ingenio, suerte y pensamiento lateral. La suerte quizás podía suplirse con trabajo, pero la mente desnuda tiene un límite y aquella cifra endemoniada se encontraba mucho más allá. Aunque habían vislumbrado algunos ángulos de aproximación, hacía falta un estudio teórico profundo antes de pretender descifrar mensajes. Ahora estaban muy familiarizados con el cifrado de Enigma y consideraban por ejemplo que la simetría (que facilitaba el compromiso criptotexto-texto en claro, ya que descartaba muchas coincidencias) terminaría por darles una forma de hallar las claves.

Además de esta pequeña vulnerabilidad intrínseca del aparato, Langer, Ciezki y Palluth habían descubierto que los procedimientos alemanes, a los que tenían un acceso tan detallado, vulneraban dos principios de la criptografía. Aunque los mensajes no eran suficientemente largos para superar la distancia de unicidad (es decir, la longitud en la que un mensaje empieza revelar la forma en que ha sido cifrado), existían dos deficiencias graves en el sistema.

Lo que explicaban los manuales de Enigma era que los operadores debían enviar al principio del mensaje la clave para descifrarlo (o, mejor dicho, la parte de la clave que variaba con cada mensaje). Puesto que en la Enigma militar, al contrario que en la comercial, se partía de la base de que el enemigo conocía el cableado, esta clave se enviaba cifrada. Esto era una buena idea, pero lo que no lo era tanto era enviarla cifrada con la propia máquina.

Para enviar la parte de la clave que variaba con el mensaje, los operadores colocaban las ruedas en un orden y en una posición determinados que sacaban del libro de claves y que era común para todas las estaciones y para todos los mensajes del día. A continuación tecleaban la clave que usarían para el mensaje concreto que iban a cifrar. Al enviarla de esta forma, estaban enviado mucho material cifrado con la misma clave. Esto vulnera una máxima de criptografía que dice que nunca hay que enviar dos mensajes diferentes cifrados con la misma clave. Paradójicament
e, en los manuales se hacía mucho énfasis en que nunca se enviase un mensaje cifrado con la misma clave que otro, pero los alemanes no se habían dado cuenta de que enviar los indicativos de esa forma era equivalente.

Los alemanes no se limitaban a este error. Siguiendo un consejo absurdo, que los polacos ya habían leído en la documentación adjunta a la máquina comercial, los operadores de Enigmas eran instruidos para repetir la clave dos veces. Con ello, además de enviar seis letras cifradas con la misma clave en vez de tres, se vulneraba un segundo principio, que dice que nunca se envíe el mismo mensaje cifrado con dos claves diferentes. Los alemanes no sólo lo hacían, sino que además eran dos claves consecutivas, puesto que tecleaban las tres letras que indicaban la posición en que empezarían el mensaje dos veces seguidas.

Langer, Ciezci y Palluth no podían estar seguros de qué saldría de aquellos errores, pero estaban deseosos de averiguarlo. Ellos mismos se veían incapaces después de años de frustración y pensaron que sería bueno encargar a una cuarta persona la tarea. Ciezcki y Palluth sugirieron a un joven genio, reclutado tres años antes en Poznan, en uno de los cursillos de Criptografía para doctorados. Se trataba de Marian Rejewski, el hijo de un mercader de tabaco cuya inteligencia había impresionado extraordinariamente a sus profesores de Gotingen durante la estancia de un año que realizó allí como curso de post-grado. Desde su reclutamiento en 1929, había estado rompiendo códigos menores de la Marina alemana (como p.ej. el código usado dentro de los puertos) con insultante facilidad. Después de años de trabajar con matemáticos, los polacos sabían que si bien compilando códigos eran inferiores a los lingüistas, para encontrar las cifras con las que a veces se superencriptaban éstos, eran claramente superiores. Así pues, Rejewski fue convocado a Varsovia ya que hasta entonces había trabajado en Poznan, junto a una estación de escucha.
Todo lo relacionado con Enigma se guardaba en una sola habitación bajo llave, cuyo acceso estaba fuertemente restringido. Ciezcki le explicó que para preservar el secreto debía trabajar fuera de horas y sin decírselo absolutamente a nadie. Ahora iba a entrar en el anillo más interno del mundo secreto. Tanto si triunfaba como si fracasaba sólo un puñado de colegas lo sabrían. Polonia estaba en peligro y todos los sacrificios eran pocos para salvarla. Rejewski había sentido el racismo de los alemanes hacia los polacos en su propia carne y aunque su padre le había dicho que su extraordinaria inteligencia le podría haber hecho triunfar socialmente a pesar de la discriminación, él no había perdonado esa hostilidad gratuita. Tal como otros se habían roto la cabeza durante décadas contra la Conjetura de Fermat o la Hipótesis de Riemman, Rejewski estaba listo a consagrar su vida a la lucha secreta contra aquella pesadilla que el destino había cruzado en el destino de su nación.

Mientras Rejewski tomaba notas en una libreta que nunca podría sacar de la habitación, Ciezki le explicó todo lo que sabían, ilustrando los detalles mediante la máquina comercial que había sobre la mesa. Enigma era una máquina de cifrado polialfabético que disponía de cinco ruedas, dos de ellas fijas (el reflector y la rueda de entrada desde el teclado) y de un panel de conexionado. Cada una de las ruedas caracterizaba un alfabeto. Estos alfabetos se combinaban entre sí, y para cada orden de las ruedas creaban un juego de alfabetos consecutivos, que se aplicaban al mensaje a razón de uno por letra. La corriente pasaba primero por la primera rueda fija, luego por las tres ruedas móviles, después por la segunda rueda fija, otra vez por las ruedas móviles (determinando la simetría del sistema) y finalmente otra vez por la primera rueda fija.

enigmaCada rueda móvil tenía unas letras escritas sobre sus lados con las que se nombraban las posiciones. Este “neumático” -llamado anillo- no era solidario con los circuitos (la “llanta”), sino que podía variarse. Un clip fijaba el neumático a la llanta una vez seleccionada la posición deseada, para que fuera fija durante el posicionado y el cifrado. El giro de las ruedas estaba gobernado por unas muescas en los anillos. La rueda más rápida era la de entrada. El orden de las ruedas móviles se podía variar. El panel de conexionado permutaba dos teclas y dos bombillas entre sí, manteniendo la simetría pero creando para cada configuración de conexiones un nuevo juego de alfabetos consecutivos que difería de todos los demás. Los alemanes solían poner entre seis y ocho conexiones. Para caracterizar un juego de alfabetos hacía falta saber el orden de las ruedas, la configuración de anillo (puesto que afectaba al momento del giro) y la configuración del panel. Para descifrar el mensaje era necesario conocer qué alfabeto se había aplicado a la primera letra del mensaje.

El procedimiento de operación dividía la clave con que se enviaban los mensajes en tres partes. Las dos primeras partes, al ser fijas, debían ser conocidas por el remitente y el receptor de forma independiente al proceso de enviar el mensaje. Concretamente la primera parte de la clave era el orden de las ruedas, que se mantenía fijo durante tres meses coincidiendo con los trimestres naturales. La segunda parte de la clave era la posición de los anillos sobre las ruedas y la configuración del panel de conexionado. Esta segunda parte variaba cada día y los operadores disponían de un libro de claves común a toda la red. La tercera parte era comunicada al principio de cada mensaje, cifrada mediante un procedimiento que también utilizaba la propia Enigma.

Este procedimiento consistía en sacar del libro de claves una “posición inicial” (llamada en los manuales y en los libros de claves “grundstellung”), poner las ruedas en esa posición y teclear dos veces seguidas las letras correspondientes a la posición que se usaría para cifrar el mensaje. Estas tres letras debían ser elegidas por el operador remitente supuestamente “al azar”, aunque estudiando los indicativos se veía que por algún motivo desconocido muchas claves se repetían sistemáticamente. A juicio de Palluth esto era un error de consecuencias difíciles de evaluar a simple vista pero potencialmente graves.

Aunque Ciezci no podía decirle cómo lo habían conseguido, además de toda esa información, dispondría de los libros de claves correspondientes a los meses de septiembre y octubre de ese mismo año, con las dos primeras partes de las claves y los “grundstellungs” correspondientes a cada día. También tendría libre acceso a cientos de mensajes cifrados de esos dos meses. Finalmente, disponían de parejas texto en claro-criptotexto de meses anteriores si bien con una distribución algo aleatoria, así como de miles de mensajes cifrados captados durante años. Todo ello no podía salir nunca de esa habitación, ni ser nombrada su existencia a nadie que no fuera él mismo o Langer.

Su misión era descubrir hasta queépunto la simetría y el deficiente sistema de negociación de la tercera part
e de la clave comprometían la seguridad de Enigma, y en caso de que fuera posible, debía describir procedimientos que permitieran el descifrado. En caso contrario se le requería a determinar qué cantidad de mensajes serían necesarios para diseñar un procedimiento que fuese operativo o en cualquier caso a escribir un detallado informe con sus conclusiones. Rejewski le agradeció la confianza y le prometió toda su dedicación.

No sabemos cuánto duró la presentación y los testimonios son contradictorios sobre cuántos datos le dió Ciezci a Rejewski el primer día. Algunas fuentes afirman que se los fue suministrando poco a poco a medida que avanzaba, lo cual resulta razonable aunque se ha omitido en este texto por ser irrelevante y adentrar al autor en el terreno de una compleja especulación. En cualquier caso, Rejewski se pasó muchas horas pensando solo en esa habitación, rodeado de los manuales, los libros de claves y docenas de carpetas rotuladas como “Alto Secreto” conteniendo los mensajes con sus indicativos. Sus antecesores en la tarea se habían pasado también muchas horas sobre todo analizando éstos últimos, que eran una colección ciertamente exótica. Su distribución distaba mucho de estar regida por el azar y, como se ha dicho, algunas combinaciones se repetían una y otra vez. Su estructura interna también era curiosa. Para cada primera letra había una cuarta, para cada segunda una quinta y para cada tercera una sexta. Es decir, que una vez compilados todos los mensajes de un día quedaban formadas unas parejas de letras con una relación unívoca. Cualquier matemático sabe que una aplicación biyectiva entre dos conjuntos iguales puede ser descrita como una permutación. Como el alpinista que en su marcha de aproximación vislumbra la grieta que conduce hacia más allá de donde alcanza la vista, Rejewski supo por dónde empezar, aunque no a dónde llegaría.
Mediante permutaciones, no es difícil construir el modelo matemático de una máquina Enigma. Para definir la permutación inducida por toda la máquina, basta con nombrar la permutación que induce cada rueda con una letra y ponerlas una detrás de la otra. Si llamamos L,M,N las permutaciones inducidas por cada una de las tres ruedas, R a la que induce el reflector y S la que induce el panel de conexionado obtenemos que la permutación de una máquina completa es igual a la composición SNMLRL’M’N’S’ donde las letras primas representan permutaciones inversas. Si queremos obtener el alfabeto que define la permutación resultado para una posición determinada debemos teclear todas las letras en orden alfabético, pero teniendo la precaución de deshacer cada vez el giro de las ruedas que se hayan movido. Si repitiéramos la operación para todas las posiciones posibles (y en el caso de la Enigma I cada una con todas las configuraciones del panel) obtendríamos el juego completo de alfabetos de Enigma.

Las sustituciones determinadas por las colecciones diarias de indicadores eran el resultado de las dos veces que el operador tecleaba una misma letra. Si un día determinado, el operador tecleaba una cierta letra en primer lugar y obtenía una J, cuando volviera a teclear esa misma letra desconocida tres posiciones más allá obtendría una B. No se podía saber qué tecla había tecleado el operador, pero se podía asegurar que para la misma posición inicial, una J en la primera posición implicaba una B en la cuarta (lo mismo pasaba para las parejas de posiciones 2ª y 5ª; y 3ª y 6ª). Podemos definir una permutación que transforme unas en otras para cada una de las tres parejas. Podemos decir que si a la letra que aparece en la primera posición le aplicamos la transformación determinada por la inversa de la que le aplica Enigma, obtendremos la letra original y si a esa letra le aplicamos la transformación que induce Enigma en la cuarta posición obtendremos la cuarta letra. Como Enigma es simétrica, Rejewski definió:

ecuacion

Su objetivo final sería, en caso de que fuese posible, relacionar estas composiciones de permutaciones conocidas con las permutaciones de las ruedas. Para ello, debía refinar su modelo para que reflejara el movimiento de éstas. Probablemente por consejo de sus mentores, decidió trabajar de momento sólo sobre los casos en los que se movía únicamente una rueda, despreciando aquellos casos en los que durante el tecleado del indicativo se mueven dos o tres ruedas. Estadísticamente esto último ocurre sólo en 6 de cada 26 posibilidades y la complejidad es infinitamente mayor. Gracias a esta abstracción, para recrear el movimiento de Enigma le bastó definir una nueva permutación muy sencilla (notada P) que convierte la a en b, la b en c, etc… es decir, una permutación que hace moverse una posición la letra aplicada a la permutación de cada rueda, con lo que se simula el giro. Situando esta permutación delante de la letra L -que representaba la permutación inducida por la rueda lenta- y su inversa detrás, obtuvo un modelo dinámico de Enigma.

Ahora Rejewski estaba en condiciones de escribir un sistema de ecuaciones completo que reuniese todas las expresiones y todos los datos que tenía. Así por ejemplo disponía de las definiciones de A,B, C, etc… que, asumiendo que sólo se movía una rueda, eran de la forma :

ecuaciones

Para poder operar estas ecuaciones, Rejewski necesitaba conocer a fondo las reglas que gobernaban el álgebra de permutaciones. No sabemos cuánto recordaba de sus estudios y cuánto tuvo que repasar, pero en muy poco tiempo se convirtió en un experto. En esa época las permutaciones no eran populares entre los matemáticos, pero afortunadamente para Rejewski existía -para quien lo buscara- abundante material sobre el tema. Las permutaciones habían estado un tiempo en el centro del debate matemático y grandes genios les habían deparado su atención.
El primero que se había topado con las permutaciones fue Lagrange en 1770, cuando trataba de desentrañar los secretos de las ecuaciones polinómicas de la física matemática, entronizada por Newton a finales del siglo anterior. Lagrange trataba de descubrir por qué las ecuaciones de segundo y cuarto grado tienen solución, y utilizó como herramienta una curiosa propiedad que había comprobado empíricamente: si intercambiamos los tres coeficientes de una ecuación de segundo grado, las seis posibilidades que tenemos sólo producen dos valores diferentes, por lo que algunas de éstas son intercambiables entre sí. Utilizó esto como una muleta y ni siquiera le dio un nombre.

Veinte años después, Ruffini trataba de demostrar que las ecuaciones de quinto grado no tienen solución. Conocedor del trabajo de Lagrange, siguió la misma vía, pero se vió obligado a analizar mejor las implicaciones del concepto. Bautizó las posibilidades equivalentes como permutazzione, y estudió los resultados de operarlas entre sí. Estableció sólo lo que necesitaba para sus intereses, que era una mínima caja de herramientas: dos permutaciones se pueden combinar entre sí para obtener una tercera; si tenemos tres, es igual operar de delante hacia atrás que al revés, p
ero no se puede cambiar el orden; y, finalmente, existen dos tipos diferentes de permutaciones, que él llamó semplize y composta (divididas éstas últimas en tres subtipos). Su demostración de la no solubilidad de las quínticas tenía algunos errores, que intentó refinar inútilmente. Luchando por rellenar los agujeros de su razonamiento, se adentró más y más en las permutaciones y terminó publicando un trabajo sobre ellas.

CauchyEl gran Cauchy en persona sufrió un proceso similar. Cauchy estaba fundamentando todo el análisis matemático, y generalizando sistemáticamente todos los conceptos relativos a las soluciones de polinomios de grado-n, por lo que se vio abocado también a trabajar con las permutaciones. Tal como había hecho Ruffini, describió esos objetos matemáticos, aunque llegó mucho más lejos, hasta prácticamente agotar el tema. En 1844 publicó sus conclusiones en un trabajo que se hizo famoso dos años después, cuando salieron a la luz unos papeles de Galois que relacionaban la estructura de le groupe de permutaciones con las simetrías en las soluciones algebraicas de las ecuaciones asociadas. El trabajo de Cauchy tenía un ámbito de aplicación mucho mayor que el de el Galois, pero éste último introducía el concepto abstracto de “grupo”, que llamó mucho la atención. La relación de éste con las simetrías tendría a la larga una gran importancia. Si se reformulaba el trabajo de Cauchy en los términos establecidos por Galois, se estaba describiendo una estructura característica que había sido vista en otras ocasiones. Jordan profundizó más y definió el isomorfismo de permutaciones, demostrando un teorema que Halder en 1889 generalizó a grupos abstractos, es decir, a cualquier objeto matemático que tuviera estructura de “grupo”. Cayley (famoso entre los ingenieros aeronáuticos por el ser el fundador de la disciplina, muchos años antes de que el motor de explosión permitiera el vuelo sostenido), compiló unas tablas de permutaciones que se convirtieron en referencia.

En 1897, Burnside publicó su Teoría de Grupos de Orden Finito, en que se describía la estructura común de una infinidad de objetos matemáticos. Resultaba impresionante que ramas completamente alejadas de la matemática, investigadas por personas diferentes a lo largo de siglos, tuviesen una analogía tan grande entre sí. Ése fue el momento de mayor gloria de las permutaciones, puesto que aparecían luciendo esta estructura descubierta en ellas y que compartían con estrellas de la matemática, como el conjunto de los enteros o las diversas geometrías laboriosamente descritas a lo largo del siglo XIX. Pero ése fue el final de su gloria. El concepto de “grupo” -considerado entonces el hallazgo matemático más importante de todos los tiempos- voló sólo, y a esas alturas ya no hacían falta permutaciones para estudiar los secretos de los polinomios, porque éstos habían dejado de tenerlos. Las permutaciones se convirtieron en lo que son hoy: la alfombrilla de entrada al concepto de grupo y el ejemplo más trivial de esta estructura. Nadie más pensó que hubiera algo adicional que estudiar en las permutaciones en sí, hasta que Rejewski las necesitó para usarlas como afilada arma de guerra.

Decir que las permutaciones tienen estructura de grupo significa que: a) si operamos dos de ellas, obtenemos también una permutación, b) existe una permutación que al aplicarla a las demás las deja igual, c) para cada permutación existe otra llamada inversa y al operar ambas se obtiene la descrita en ‘b’, y d) si operamos dos y el resultado lo operamos con una tercera es lo mismo que si operamos la tercera con la segunda y luego operamos con la primera. La mayoría de objetos matemáticos poseen estas propiedades junto a muchas otras, pero las permutaciones no poseen apenas ninguna más. Estas propiedades descritas para las permutaciones permiten operar ecuaciones y despejar variables pero de una forma rudimentaria puesto que no se puede cambiar el orden, ni redistribuir, ni sacar factor común. A Rejewski no le preocupaba esto porque, aunque laborioso, es trivial operar con ellas. Lo que le preocupaba era la escasez de variables conocidas en sus ecuaciones. Para poder resolver un sistema hacen falta tantas ecuaciones como incógnitas y éste distaba de ser el caso.

Si hubieran sido ecuaciones de números reales, no habría hecho falta seguir para saber que existían infinitas soluciones y por tanto ninguna. Pero además de las propiedades que las caracterizan como grupo, se conocían un par más exclusivas de las permutaciones que podían permitir restringir el conjunto de soluciones. Para describir una de estas propiedades, debemos entrar brevemente en la tipología de las permutaciones descrita primeramente por Rufini.

Una permutación se divide en sustituciones y una permutación que caracterice un alfabeto de 26 letras tiene 26 sustituciones (la J se convierte en V, la X se convierte en L, etc…). En algunas permutaciones -como por ejemplo en la permutación identidad (a,b,c,d,…), que es el elemento neutro al que se aludía más arriba- nunca pasa que la letra final de ninguna sustitución sea la letra origen de otra. Sin embargo hay muchas otras permutaciones en las que sí sucede. Por ejemplo, si tomamos el alfabeto (b,c,d,e,…) que hace corresponder a cada letra la siguiente, el destino de la primera sustitución es el origen de la segunda, el de la segunda la tercera, etc…, por lo que la permutación forma un “ciclo”. Además de las permutaciones con 26 ciclos y las permutaciones con un solo ciclo existen todas las posibilidades intermedias. Puede ser que una permutación tenga tres ciclos de cuatro sustituciones, uno de ocho y otro de seis o cualquier combinación de ciclos que al final sume las 26 sustituciones. Además de denotar una permutación mediante su alfabeto también podemos hacerlo describiendo sus ciclos. Esta notación es muy utilizada, porque es más compacta y visualiza la estructura interna de la permutación.

Existe una propiedad asociada con la estructura de ciclos cuyo enunciado dice que si tenemos dos permutaciones que tengan la misma estructura de ciclos, existirá una tercera tal que al operar la segunda con ella y con su inversa obtendremos la primera. Se dice que las dos primeras son conjugadas una de la otra y por tanto se puede enunciar la propiedad diciendo que dos permutaciones tienen la misma estructura de ciclos si y solo si son conjugadas. La utilidad de esta propiedad es que permite descomponer cualquier permutación en dos, y una puede ser escogida arbitrariamente porque nos conviene para el manejo de las ecuaciones. Sin embargo tiene la limitación de que ello sólo es posible si tienen la misma estructura de ciclos, por lo que antes de utilizar la propiedad hay que demostrar (o suponer) que la tienen y ser consciente de que la compartirán con la tercera. También permite determinar la estructura de ciclos de permutaciones desconocidas si conocemos la estructura de ciclos de una conjugada y, en general ,es una gran ayuda para operar.

Rejewski determinó rápidamente que -por definición- las permutaciones A, B, C, D, E y F son conjugadas de la permutación R que representa el rotor ya que:

ecuaciones

Como son conjugadas comparten el número de ciclos con R y por tanto tienen 13 ciclos de dos sustituciones (13 ciclos de longitud 2). Por ello son simétricas y al operarlas consigo mismas se obtiene el elemento neutro. Las permutaciones A, B, C, D, E y F varían cada día, pero Rejewski disponía de los alfabetos de las composiciones AD, BE y CF para casi todos los días.

Como prolongación de su estrategia de considerar que sólo la rueda rápida se movía durante la generación de esta colección de permutaciones, describió la permutación Q como la permutación inducida por toda la parte de Enigma que no se movía, es decir el reflector y las otras dos ruedas, obteniendo por tanto :

ecuaciones

Este sistema sigue siendo irresoluble porque aún hay más incógnitas que ecuaciones, por lo que la vía parecía cerrada. Pero Rejewski no se detendría hasta agotar todas las posibilidades. Estudió cómo se relacionaban las permutaciones con sus composiciones a base de describir cuidadosamente todas las propiedades implicadas. Puesto que había demostrado que las composiciones A, B, C, D, E y F tenían sólo ciclos de longitud 2, dedicó toda su atención a composiciones de permutaciones que tuvieran esa característica. A base de horas encontró una nueva propiedad no citada en ninguna bibliografía anterior. Demostró, con el mismo rigor con el que lo habría hecho en una tesis doctoral, que la composición de permutaciones que sólo tengan ciclos de longitud 2 da lugar siempre a permutaciones con un número par de ciclos. Comprobó con gran satisfacción que todas las composiciones AD, BE y CF para todos los días en que tenía datos cumplían esta condición.

Esto representaba un avance, ya que es una restricción fuerte y por tanto su sistema de ecuaciones tenía menos grados de libertad de los que determinaba una mera comparación entre número de ecuaciones y número de incógnitas. Aún así calculó que había 7020 combinaciones de permutaciones que satisfacían tanto el sistema de ecuaciones como esta nueva restricción que había descubierto. Había reducido extraordinariamente las posibilidades ,pero aún no era posible dar el golpe final. A estas alturas Rejewski se daba cuenta de que estaba ante un premio mayor. La cima donde terminaba la vía que estaba abriendo era nada menos que el cableado de la rueda que ocupaba ese trimestre la posición rápida, y a partir de allí el de las otras dos. Pero si bien el ejército de espectros de matemáticos del pasado dirigidos por la mano maestra de Rejewski se había abierto camino hasta allí, ese mismo saber indicaba que era una vía muerta, porque aún quedaban demasiadas variables desconocidas.

Pero Rejewski no estaba solo. Ciezki y Palluth estaban con él y tomaron el mando de la cordada. Ellos ya le habían dicho que esos indicadores eran lo más alejado del azar que podía existir y él mismo podía comprobarlo. Pensaban que los más repetidos serían, o bien tríos de letras consecutivos (abc, mnl, etc..), o letras consecutivas en el teclado, o incluso letras repetidas tres veces. Buscaron tríos de letras que tuvieran algún motivo para repetirse y fueran compatibles con el conocimiento de la estructura de ciclos de las permutaciones AD, BE y CF, de que ahora se disponía. Eligieron un día con muchas repeticiones, suponiendo que la abundancia era sinónimo de simplicidad. Con poco esfuerzo, comparativamente a todo lo que habían pasado antes, consiguieron reproducir todas las claves del dia añldjfñalsdj, que resultaron ser una colección de disparates.

Todas la que se repetían eran tres letras iguales o diagonales del teclado, excepto dos que resultaron ser abc y xyz. El tercer error de los alemanes (dejar que los operadores se inventasen las claves sin instruirles sobre los peligros de hacerlo a lo tonto), había resultado mortal. Así fue como finalmente Rejewski pudo descomponer AD, BE y CF en sus componentes A,B,C, F y E, sorteando el último obstáculo hasta la cumbre.

Finalmente, Rejewski encabezó los metros finales en una serie de despejes triviales que utilizaban nuevamente el teorema de las conjugadas:

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Como tenían claves de Septiembre y Octubre (es decir de dos trimestres diferentes) pudieron deducir dos ruedas, y bastaba esperar a que comenzara el año 1933 para obtener la tercera y poder deducir el reflector. A finales de Enero de ese año, se acometió la construcción de una réplica de la máquina Enigma. Palluth, Danilewski y los otros dos socios se reunían cada noche en la fábrica AVA con un operario de absoluta confianza para mecanizar las piezas. Después, éstas fueron ensambladas en un taller creado expresamente dentro de las instalaciones del Estado Mayor en Varsovia.

En poco días, todos los mensajes de Septiembre y Octubre estaban descifrados. Eran cientos de comunicados, de todas las ramas del ejército, tratando todo tipo de temas. Ésa era la gran debilidad de Enigma: una sola clave daba todos los mensajes del día. Sin embargo, los polacos sólo disponían de las claves de Septiembre y Octubre de 1932, por lo que los mensajes del resto de meses seguían siendo impenetrables, a pesar de disponer de la réplica de Enigma. Langer comunicó con Bertrand, simulando poco interés, para saber si éste podía suministrar claves mensuales de otros meses “para seguir intentando alguna cosa”. Bertrand no tenía nada, y apenas sí podía acceder a la fuente. La operación Asché ya no estaba bajo su control. Como los franceses ya no podían aportar nada, los polacos decidieron dejarles fuera del secreto.

Rejewski, con la ayuda de los demás criptoanalistas, había realizado una hazaña criptógrafica sin precedentes, al conseguir en apenas un mes el secreto del cableado. El conocimiento obtenido le permitiría dar el segundo y definitivo paso. Las permutaciones no tenían misterios para él y los alemanes estaban guardando sus secretos en una caja hecha de permutaciones. Tras unos días de reflexión, el equipo de criptoanalistas, reforzado por aquel extraordinario genio, halló una vía para obtener las posiciones iniciales de Enigma para cada mes. Era un mezcla muy equilibrada de ciencia y fuerza bruta.

Se trataba de crear un catálogo de la estructura de ciclos de todos los tríos de permutaciones AD, BF y CE de cada una de las posiciones iniciales posibles. Al principio de cada mes se reunirían suficientes mensajes para tener los alfabetos completos de esas permutaciones y, una vez estuvieran completos, se consultaría el catálogo. Como quiera que el panel de conexionado no afecta a la estructura de ciclos, éste no impediría que se hallase la posición inicial. Una vez obtenida ésta, era fácil deducir la configuración del panel. Para los polacos, la máquina Enigma ya no era un dragón, sino un pobre corderito.
Rejewski se puso a trabajar inmediatamente en el catálogo, pero era una tarea tan enorme que pidió ayuda. Langer autorizó que se llamara a dos de sus compañeros de curso, Jerry Rozyki y H
enryk Zygalski (en la foto), que formarían parte de un nuevo departamento encargado de hallar las claves diarias cuando el catálogo estuviera terminado. A pesar de trabajar los tres durante 16 horas diarias, la tarea era tan enorme que pronto se dieron cuenta de que hacía falta encontrar otro método.

Con la ayuda de Palluth, diseñaron el ciclométro. El ciclómetro era una máquina Enigma doble (con seis ruedas y dos reflectores) pero en la que el segundo juego de ruedas se ajusta automáticamente tres posiciones con respecto al primero. El efecto que se consigue es el mismo que si tecleamos una tecla en una máquina convencional, tecleamos otras dos y luego tecleamos la misma otra vez, sólo que con el ciclómetro sólo hace falta teclear una vez, en lugar de cuatro.

Armado con varios ciclómetros, el equipo de Rejewski procedió a crear una enciclopedia de ciclos a base de teclear todas las teclas para todas las posiciones. Tardaron todo lo que quedaba de 1933 (es decir, casi un año) en terminar, puesto que había más de 100.000 posiciones iniciales, pero cuando terminaron era trivial encontrar la clave del día. Bastaba determinar la estructura de ciclos correspondiente a cualquiera de las tres permutaciones AD, BE o CF (que -como se recordará- se podían encontrar fácilmente mediante el estudio de los indicativos del día) y buscar luego en los archivadores a qué orden de ruedas y a qué posición inicial correspondían. Aunque el trabajo de elaboración y clasificación debió resultar muy tedioso, el resultado era espectacular ya que, en vez de 1.800 millones de años, se tardaba sólo 20 minutos en encontrar la clave, una vez se habían reunido suficientes mensajes. Hallada la posición inicial, ésta se pasaba a una sala donde un grupo creciente de operadores (a medida que la fábrica AVA producía más y más Enigmas) los decodificaba por docenas.

Ante el éxito y la creciente dimensión de la operación, en 1934 la Oficina de Cifra del Estado Mayor polaco trasladó la sección alemana a unas instalaciones mucho más grandes en el bosque de Kabaty, cerca de Varsovia. Cada día se descifraban cientos de mensajes y el concepto francés de una organización en serie del descifrado permitió montar un flujo de trabajo continuo. Una vez descifrados, los mensajes se traducían y archivaban. Finalmente, oficiales de inteligencia elaboraban informes completos que reunían la información de muchos mensajes sobre el mismo tema. El problema ya no era descifrar, sino manejar y clasificar aquella ingente cantidad de información.

Por tres largos años, las comunicaciones alemanas fueron un libro abierto (quizás diríamos mejor una biblioteca interminable de libros abiertos) para los servicios de inteligencia de Polonia. Los militares polacos fueron testigos de primera fila del rearme alemán, en clara vulneración de los sucesivos acuerdos que sustituyeron a Versalles. También pudieron monitorizar las maniobras de las divisiones acorazadas alemanas en Rusia, en las que ensayaban amplios movimientos envolventes en profundidad de cientos de kilómetros. Estas maniobras resultaban inquietantes por dos motivos. En primer lugar demostraban que Alemania y Rusia no se consideraban antagonistas, puesto que ningún país invita a sus enemigos a hacer maniobras de entrenamiento en su territorio. Teniendo en cuenta que la independencia de Polonia se basaba en la hostilidad entre ambos, esta naciente amistad no era tranquilizadora. En segundo lugar, estos entrenamientos sólo podían servir para practicar con vistas a la invasión de algún país, y con el tema del pasillo de Danzig en perpetua actualidad, era difícil pensar en un candidato más claro que Polonia para servir de escenario a la coreografía mortal que se estaba ensayando.

Ante la ominosa perspectiva, los servicios polacos finalmente comunicaron a los franceses lo que estaban haciendo, a fin de que éstos usaran la información sobre la vulneración del tratado de Versalles para realizar presión diplomática en la Sociedad de Naciones. No sirvió de gran cosa, puesto que Alemania abandonaría la Sociedad de Naciones poco después, pero reforzó los lazos entre los servicios de ambos países y esto sí que tendría consecuencias cuando ocurriera lo inevitable.

El descifrado de Enigma se interpreta muchas veces erróneamente como algo que sucedió una sola vez. En realidad, fue una carrera tecnológica análoga a la que libraban las corazas de los barcos de guerra contra los cañones: cuando las corazas crecían, los cañones crecían aún más. Evoluciones sucesivas de Enigma fueron vencidas por procedimientos cada vez más sofisticados. En Noviembre de 1937 los alemanes hicieron su primer movimiento desde la creación de la Enigma militar, cambiando el cableado del reflector. Si hubiesen cambiado de golpe el cableado de todas las ruedas habrían creado un problema, pero a esas alturas el cambio del reflector sólo fue una molestia pasajera para Rejewski. En pocos días, los ingenieros de AVA tenían todas las réplicas funcionando con el nuevo reflector. Lo que quizás no resultó tan agradable a los matemáticos fue tirar a la basura su catálogo de ciclos y hacer otro nuevo. Lo terminaron mucho más rápido que el anterior, pero mientras tanto los alemanes habían estado reflexionando sobre el asunto y tenían nuevas ideas.

El 15 de Septiembre de 1938 las secciones de cifra de todas las unidades del ejército alemán empezaron a usar un nuevo procedimiento. En primer lugar la situación de las ruedas se cambiaría cada día, en lugar de cada tres meses. En segundo lugar cada operador escogería para cada mensaje la posición inicial de las ruedas y la enviaría en claro delante del mensaje. Gracias a la configuración de anillo -que seguían sacando de los libros de claves- esta información es irrelevante, puesto que cada combinación de letras puede representar cualquier posición de los circuitos. Los alemanes estaban acercándose a la utilización óptima de Enigma, aunque seguían cometiendo un error garrafal: afortunadamente para sus enemigos, detrás de la posición inicial en claro se seguía enviando repetida la clave con la que se había codificado el mensaje…

Aunque nunca volvería a ser tan fácil como había sido antes de Septiembre, pronto volvería a ser posible descifrar los mensajes masivamente. Zygalski, inventó un método en pocos días. Se trataba de otro ataque basado en la repetición de los indicadores. Esta vez se iba a aprovechar el hecho de que aproximadamente una de cada 8 posiciones produce un efecto muy llamativo: la primera letra y la cuarta, la segunda y la quinta, o la tercera y la sexta de los indicadores cifrados, eran iguales entre sí. Esto se produce por mera casualidad, pero es característico de la posición que tienen los circuitos cuando se teclea, es decir, que revela a quien sepa deducirlo qué posición de las ruedas se está utilizando. Como la configuración de anillos es la misma para todos los operadores, relacionando la ocurrencia de este fenómeno con las letras enviadas en claro, se puede deducir cuál es la posición relativa de dichos anillos con respecto a los circuitos
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La forma práctica de aprovechar este efecto es un poco laboriosa, pero no mucho más que el sistema de catálogo que se había convertido en obsoleto por el cambio de procedimiento alemán. Lo primero que hizo Zygalski fue preparar el juego de hojas que dan nombre al método. Se trata de seis paquetes de 26 hojas, y cada paquete corresponde a una configuración de situaciones de las ruedas (tres ruedas tomadas de tres en tres es el factorial de tres, que son seis). En cada hoja se escribe una letra y a continuación se dibuja una cuadrícula de 26×26 en la que se rotulan tanto las abscisas como las ordenadas con todas las letras, empezando por la esquina superior izquierda. Una vez hecho todo esto, Zygalski cogió un cuchillo y el catálogo de ciclos y empezó a trabajar. Leyó todas las configuraciones y cada vez que una letra salía repetida (es decir, para cada configuración que contenía un ciclo de una sola letra), cogía la hoja rotulada con la posición de la rueda lenta dentro del paquete correspondiente al orden de las ruedas en aquella configuración, buscaba un cuadrado tomando como ordenada la posición de la rueda rápida y como abscisa la posición de la rueda media, y hacía un agujero con el cuchillo. Un trabajo pesado y comprometido que le llevó varias semanas de insomnio, en jornadas agotadoras cuchillo en mano. Pero cuando terminó la máquina Enigma volvía a estar tan inerme como antes del cambio de procedimiento, aunque ahora a costa de más trabajo diario que antes.

El objetivo del procedimiento es determinar la posición de los anillos con respecto a la circuitería de cada rueda. Para ello tomamos los mensajes que presentan configuraciones del tipo descrito (como uno de cada 26 lo presenta en alguna de las tres posiciones, uno de cada 8 lo presentará en alguna) y leemos su posición inicial en claro, que recordemos será la verdadera más el desplazamiento de los anillos. Se trata de ir colocando las hojas unas encima de las otras, pero desplazadas la distancia que separa las letras enviadas en claro correspondientes a las dos ruedas más rápidas. Si la segunda rueda en dos mensajes es B y G y la tercera es R y X, situaremos la segunda hoja desplazada cinco posiciones hacia arriba y siete hacia la derecha. Esto hace que sólo algunos agujeros coincidan. Estos agujeros representan las posiciones de los circuitos compatibles con la estructura de repetición de letras conocida previamente y con las distancias entre indicadores observadas. A medida que acumulamos hojas disminuyen las posiciones compatibles, hasta que sólo queda una, que es la que buscamos. Esta tarea requiere normalmente una docena de mensajes con las letras repetidas, lo que representa unos cien mensajes leídos puesto que ésa es la proporción entre unos y otros.

Después de casi siete años de contacto directo con Enigma, los matemáticos polacos estaban completamente lanzados y mientras Zygalski hacía sus agujeros, Rejewski mantuvo una reunión con los ingenieros de AVA para presentarles los planos de un nuevo aparato que había inventado. Le llamaba la “bomba criptológica” y sacaba ventaja del tema de las configuraciones de los circuitos con repetición de letras y las configuraciones de anillo comunes de una forma más automática. Consistía en cuatro juegos de ruedas conectados como si fueran dos ciclómetros, es decir, una pareja de dos juegos de ruedas, conectadas de forma que el segundo juego estuviera tres posiciones más allá del primero. Una vez preparada, se ponía en marcha ya que, a diferencia del ciclómetro, disponía de un motor, y cuando pasaban por una posición en la que se cumplía en cada pareja la repetición de la letra correcta en el sitio correcto, la bomba se detenía para que el operador mirara en qué posición de las ruedas se había detenido. Después se hacía correr otra vez por si había más posiciones compatibles con las condiciones establecidas, y así se conseguía una lista corta de posibilidades que se probaban una por una.

Es el primer caso conocido de prueba de fuerza bruta mecanizada aunque, como se ha dicho, muchas veces requería algunas pruebas manuales posteriores. Tenía el problema de que el panel de conexionado sí que le afectaba, y si se había usado una letra afectada por éste toda la prueba era inválida. Como los alemanes en esa época hacían el máximo uso útil del panel (diez conectores), más o menos una de cada dos pruebas con la bomba era fallida, y esto se descubría cuando ninguna de las posibilidades encontradas servía. En ese caso había que buscar otra pareja de configuraciones con la misma letra en diferentes posiones, configurar la bomba y volver a probar. Como quiera que las ruedas en todos los juegos están puestas en una posición determinada, idealmente conviene disponer de seis bombas, para no tener que estar cambiando las ruedas de sitio seis veces para cada prueba, así que los ingenieros de AVA construyeron esa cantidad más un par más de repuesto para mantenimiento.

A finales de Diciembre de 1938, muchas redes de operadores de radio alemanes empezaron a usar dos ruedas más, es decir, que hacían servir tres escogidas entre cinco. Todos los sistemas de encontrar el código quedaban invalidados y además había que averiguar el cableado de las nuevas ruedas. Como la implantación del nuevo método se iba haciendo gradualmente, al principio tan sólo algunos operadores resultaban incomprensibles, pero estaba claro que en poco tiempo Enigma sería opaca otra vez. Aunque los matemáticos sabían cómo seguir (poniendo muchas más bombas a trabajar, por ejemplo), el cambio de dimensión era difícilmente asumible, por temas logísticos y de presupuesto. Desde que los polacos habían empezado a descifrar Enigma, los alemanes habían ido dividiendo el tráfico en diferentes redes, lo cual ya había creado problemas de escasez de recursos. Ahora eran posibles 120 posiciones de las ruedas en lugar de 6, por lo que la necesidad sería 20 veces mayor. Por primera vez cundió el desánimo entre los criptográfos polacos.

Pero no eran sólo problemas logísticos los que les atenazaban, sino que el panorama internacional no auguraba nada bueno. En Septiembre de 1938, mientras Zygalski perforaba sus hojas, se habían reunido en Munich el primer ministro inglés Neville Chamberlain y el canciller alemán Adolf Hitler, para discutir la enésima modificación de las condiciones del tratado de Versalles. El gobierno alemán reclamaba el derecho a que todas las zonas en que había alemanes formasen parte de Alemania. Concretamente, quería anexionarse el norte de Checoslovaquia donde los habitantes de habla alemana estaban en perpetuo conflicto con las autoridades, y quería anexionarse también el pasillo de Danzig, que partía Alemania en dos. Además, deseaba tener derecho a tener un ejército igual de numeroso que el de los demás países porque, como ya lo tenía, sólo le faltaba el permiso. En la cumbre se autorizó a Alemania a ocupar la parte que deseaba de Checoslovaquia, a cambio de renunciar al resto de demandas.
En Marzo, Alemania ocupó el resto de Checoslovaquia para detener el caos creado por su anexión del norte de ese país, y en Mayo firmó un pacto milit
ar con Italia. Poco después comenzó la presión para que los habitantes de habla alemana de Danzig se integrasen en Alemania. A mediados de Agosto se firmó el pacto de no agresión entre Rusia y Alemania, el último clavo en el ataúd de lo que quedaba del tratado de Versalles. Para entonces, los mensajes descifrados indicaban que las unidades alemanas estaban ocupando sus posiciones de partida para la invasión. Inglaterra y Francia presionaban a Polonia para que aceptase fórmulas intermedias, como la constitución de “pasillos extraterritoriales” que cruzasen el pasillo polaco, comunicando las dos partes de Alemania. El gobierno polaco rechazó todas las propuestas alemanas, planteadas como condición de partida para iniciar conversaciones, aunque reiteró su deseo de negociar extensamente. Mediaciones de todo tipo y borradores de acuerdo de las más diversas procedencias llovieron sobre los polacos…

El treinta y uno de Agosto, un comando alemán ocupó una emisora cerca de la frontera con Polonia y leyó un comunicado anti-alemán en polaco, redactado en lenguaje incendiario. Esa misma tarde, Polonia, en medio de una gran presión internacional, se había negado a firmar la petición alemana de tres autopistas y una vía de tren a través del pasillo, con libertad absoluta de circulación incluso para unidades militares. El propio embajador polaco en Berlín acudió a la cancillería a entrevistarse con el brutal canciller alemán Adolf Hitler. La entrevista duró dos minutos. Cada uno por sus medios, ambos sabían que las órdenes de ataque estaban firmadas desde aquella mañana para que tuvieran tiempo de llegar a todas las unidades antes de la hora marcada para el comienzo de la invasión: la madrugada del día siguiente. Mientras hablaban, 53 divisiones estaban desplegándose en orden de marcha. El episodio de la radio fue sólo una payasada más de la campaña de propaganda alemana, que llevaba semanas denunciando falsamente asesinatos de alemanes en territorio polaco.

A pesar de no haber sido capaces de construir todas la bombas que hacían falta para poder descifrar todos los mensajes, Rejewski y sus compañeros podían leer los suficientes para asistir, en asiento de platea, al asalto de las unidades blindadas alemanas contra el ejército polaco desplegado en su lado de la frontera. Careciendo de medios antitanque y de una movilidad comparable a la de los alemanes para poder eludir los cercos, el hasta entonces invicto ejército polaco maniobró con profesionalidad mientras le fue posible y luego se entregó a la matanza con valor y entereza. Saber dónde estaba el enemigo y qué iba a hacer no sirvió de nada. Después de sólo veinte años, Polonia estaba a punto de dejar de existir otra vez.

Una vez resultó claro -hasta para el más fanático- que no había esperanza, la Sección Alemana recibió órdenes de destruir todo rastro de la estación. Polonia sólo tenía frontera con Alemania, con Rusia (que también estaba invadiendo Polonia) y un trozo pequeño con Rumanía. Hasta esta última frontera se dirigieron los miembros de la sección alemana, siguiendo la marea de refugiados civiles. Durante este viaje terrible, la guerra dejó de ser para ellos el ejercicio mental que había sido hasta ese momento. La aviación alemana, dueña absoluta del cielo, martilleaba las columnas con bombardeos de precisión, que inauguraban también una nueva época en cuando a crímenes de guerra contra civiles se refiere. Y aunque los pilotos alemanes no lo sabían, en medio de todos aquellos desdichados a los que hostigaban sin piedad, había un puñado de héroes atesorando un secreto que a la larga valdría una guerra.
Durante el primer tercio del siglo XX el panorama intelectual experimentó también convulsiones terribles, aunque éstas resultaron muy poco aparentes para las personas ajenas al mundo académico. La mayor de todas las convulsiones la sufrieron las matemáticas, que vivieron durante esos años el momento culminante de su larguísima historia.

En el cambio de siglo, los matemáticos se aprestaban a rematar una tarea que les había ocupado desde los tiempos de Euclides. Se trataba -nada más y nada menos- que de encontrar los fundamentos de la matemática, es decir la lista de axiomas a que podía ser reducido todo el conocimiento sobre ésta. Euclides formuló tres axiomas que para él eran ciertos “de por sí” y de los que dedujo casi toda la geometría de su tiempo mediante un lenguaje limpio, ordenado y formal. Había un teorema concreto que no consiguió deducir y que legó a la posteridad con la sugerencia de considerarlo como cuarto axioma. Esta pequeña duda resultó ser el síntoma de una falta de precisión en la definición de los conceptos, y durante cien generaciones los matemáticos vieron cómo, al intentar precisarlos, se les deshacían entre los dedos. Un punto o una recta parecen cosas evidentes pero ¿cómo pueden puntos sin dimensiones formar una recta con dimensión…?

La teoría de límites de Leibnitz y el desarrollo posterior del álgebra resolvieron este problema, a base de crear paradojas aún más complicadas. Además, la creciente abstracción alejaba la matemática del mundo real y por tanto planteaba, de forma más perentoria, el buscar sus fundamentos internos. Durante el siglo XIX la matemática se convirtió en una herramienta muy poderosa para describir la realidad, pero sus fundamentos ontológicos seguían siendo el caldero de oro al final del Arco Iris. Primero Maxwell, y después Einstein, demostraron lo lejos que llegaba el camino iniciado por Kepler y Newton, pero ¿era la matemática una especie de medida ad hoc aplicada sobre la realidad, o era la realidad “verdadera” que subyacía a las manifestaciones materiales?

Hilbert demostró que bastaba la aritmética para justificar todo el resto de la matemática y sugirió los axiomas de Peano como fundamento de ambas. En los primeros años del siglo XX, utilizando sólo los axiomas de Peano, Dedekind logró un concepto de recta real consistente, que admitía en su seno a los monstruos descubiertos por Cantor y daba también contenido riguroso a las técnicas de cálculo de límites. Su instrumento fue el álgebra de conjuntos formalizada por Euler, cuya flexibilidad le permitía manejar grupos de entidades realmente extrañas como por ejemplo los infinitos irracionales que separan dos números cualesquiera. Quizás ya se estaba cerca y se hablaba de crear un lenguaje en el que se pudiera deducir cualquier teorema verdadero y descartar todos los falsos.

Bertrand Rusell se sentía el hombre del destino cuando se lanzó con entusiasmo a demostrar que el álgebra de conjuntos era completa y consistente, por lo que permitía fundamentar las matemáticas sobre la base de los axiomas de Peano. Analizó los conjuntos de conjuntos, sus relaciones y particiones pero, para su sorpresa y la de toda su generación, no consiguió nada más que dar vueltas y vueltas sobre el problema, sin lograr eliminar las contradicciones. Por mucho que complicó las categorías -y las complicó hasta que casi n
o podía seguirse a si mismo- nunca pudo construir un sistema libre de paradojas. Atrapado entre la regresión infinita de jerarquías y la navaja de Okham, se perdió en un laberinto pantanoso de conceptos que ni se podían demostrar ni era elegante axiomatizar. Frustrado, terminó lo que tenía que haber sido el libro definitivo con un llamamiento a las siguientes generaciones para que terminasen ellos el trabajo.

Hilbert, que había sido quien en 1890 señalara la cercanía de la meta, se encontraba en 1928 al final de su vida. Estaba decepcionado por no haber podido protagonizar (o al menos presenciar) el triunfo, pero reunió las fuerzas que le quedaban para formular en términos formales el problema. Ese año formuló sus célebres tres preguntas en un congreso mundial de matemáticos : “¿Son las matemáticas completas en sentido que cualquier postulado pueda ser probado o rechazado?” “¿Son las matemáticas consistentes en el sentido de que nunca se pueda demostrar algo que sea manifiestamente falso?” y finalmente “¿son las matemáticas decidibles en el sentido de que se puede crear un sistema de deducción paso a paso que aplicado a cualquier postulado permita determinar si es cierto o falso?”. Él creía que la respuesta a las tres preguntas era afirmativa, y si las formulaba con tanta precisión era para facilitar la tarea de responderlas con el álgebra en la mano, poniendo así la piedra de arco a la catedral construida tan trabajosamente desde los tiempos de Euclides.

No hizo falta esperar nada para sufrir otra decepción. Para sorpresa de todos, en ese mismo congreso, un matemático checo presentó una demostración algebraica formal de que la respuesta a las dos primeras preguntas no podía ser afirmativa a la vez y que en cualquier caso la respuesta a la segunda pregunta era “no se puede demostrar que sea sí”. O sea, no sólo no podía probarse que las matemáticas fueran consistentes sino que además, en caso de que lo fueran, serían incompletas. Kurt Godel había construido un lenguaje que usaba las reglas de la aritmética, formulando a continuación los axiomas de Peano y las propias reglas en ese lenguaje. Después, había usado este lenguaje para construir el postulado “Esta aserción es falsa”, con lo que había demostrado que ese viejo monstruo, que había acechado a los lógicos todo el camino, no podía ser expulsado ni siquiera de un ámbito tan limitado como la aritmética.

Fin de trayecto para el gran proyecto de Hilbert y de tantos otros antes de él. Por formularlo en términos dramáticos, la verdad absoluta no existe ni siquiera si nos refugiamos en un mundo que nosotros nos construyamos. Sólo un sistema lógico tan rudimentario que no permita describir las normas de la aritmética, puede gozar de algo aparentemente tan natural como distinguir lo falso de lo verdadero. Los matemáticos abandonaron el congreso buscando en la sucesión de los teoremas de Godel un error que nunca aparecería.

Tan sólo la tercera pregunta quedó en el aire, aunque desdoblada en dos por la naciente desconfianza metodológica hacia la omnipotencia del álgebra. En primer lugar “¿existe un método con un número finito de pasos para decidir si un postulado es susceptible de ser caracterizado como ‘verdadero o falso’?” y en segundo lugar “si se ha determinado que es ‘o verdadero o falso’ ¿existe un método de pasos finitos que diga cuál de las dos opciones es la correcta?”.

Seis años después, en 1934, Von Newman, un famoso matemático hijo de una familia de banqueros húngaros, estaba dando un curso como visitante en el King’s College de Cambridge. El curso terminaba con la demostración en la pizarra del teorema de Godel y sus depresivas implicaciones. Quizás nunca se supiese si eran ciertos el tercer teorema de Fermat o la conjetura de Goldbach. De hecho, era dudoso incluso que “cierto o falso” les pudiese ser aplicado. Para ilustrar el tema y volviendo a la tercera pregunta de Hilbert, Von Newman dijo que la cuestión era “si existía una forma mecánica de demostrar su falsedad o veracidad”. Uno de los alumnos más callados era Alan Mathison Turing, que durante dos años dió vueltas a la frase mientras corría por las carreteras alrededor de Cambridge practicando atletismo…

Aunque Von Newman, con toda probabilidad, dijo “mecánico” queriendo decir “sistemático y que siga reglas conocidas”, para Turing, que sólo tenía 22 años y muchas inquietudes espirituales, aquello era una cuestión metafísica, con una importancia de primer orden. ¿Es el cuerpo humano una máquina? es decir, ¿son sus estados posibles finitos y determinados o bien son infinitos y/o no deducibles de su estado inicial?

Estaba en su apogeo un debate intelectual sobre el determinismo, que Eddington y varios más protagonizaban desde que la mecánica cuántica y el principio de indeterminación de Heisenberg, habían puesto sobre el tapete otra vez el venerable problema planteado por Laplace. ¿Era la cuántica la solución al problema de la voluntad humana versus la determinación (fuera ésta divina, mero producto de la física laplaciana o de ambas a la vez)?. Muchos creían que no y pensaban que eso sólo era una trampilla de escape, que utilizaba el desconocimiento de la manera de funcionar del nivel subatómico de la materia para eludir el problema. Turing había leído mucho sobre cuántica y estaba sumido en un mar de dudas.

Era un problema ciertamente difícil, el auténtico nudo de la filosofía occidental, que implicaba problemas religiosos y ontológicos que habían hecho parpadear con respeto al mismísimo Inmanuel Kant. Turing buscó la forma de atacar el problema examinando los límites intrínsecos del pensamiento mecánico. ¿Acaso no era el manejo del lenguaje lo que separaba al hombre de las máquinas? ¿Podía una máquina de estados finitos y determinados por las condiciones iniciales manejar símbolos como una persona?. Según contaría el mismo, un día, descansando en un prado después de correr diez millas, decidió que la única forma de solucionar el problema era describir esa máquina de forma exacta o incluso mejor aún construirla.

Tumbado en la hierba, recordó un problema que le desconcertó en su primera infancia. Cuando Turing era muy pequeño su padre se compró una máquina de escribir, y cuando se lo dijo al pequeño Alan, éste quedó boquiabierto. ¿Cómo podía una máquina saber escribir?. Ahora ese recuerdo le permitió abrirse paso en la selva conceptual del “qué somos”, no con el enfoque emocional de la charla moralista, sino con la contundencia abstracta de un hacha afilada por muchos años de educación en la más pura tradición escepticista anglosajona.

Supongamos que tenemos a alguien escribiendo, con una máquina de escribir, teoremas matemáticos del tipo usado por Godel. ¿Qué debería hacer la máquina para que no hiciera falta la persona? ¿Qué le falta a la m&aac
ute;quina para poder hacerlo sin dejar de ser una máquina?. No olvidemos que Godel había demostrado que toda la lógica formal se puede expresar en forma aritmética. Turing introdujo algunas modificaciones a la máquina de escribir que, aunque no hacían que dejase de ser una máquina, le permitían realizar las tareas simbólicas en lenguaje aritmético de forma automática.

En lugar de una hoja, imaginó que usara una tira de papel que no tuviera fin, lo cual no parecía un problema, puesto que era fácil pegar nuevos rollos cuando se agotara el primero. Más importante aún, debía ser capaz no sólo de escribir, sino también de leer y, generalizando el concepto de “escribir”, se le permitiría también borrar, aunque todo ello en una sola casilla, como las máquinas de escribir convencionales. Finalmente, y en otra diferencia menor, debía poder ir adelante y atrás.

Una vez planteada esta máquina, Turing dio el paso fundamental y definió sus estados como configuraciones, que variaban según lo que leía en la única casilla activa que tenía a la vez. Es decir, que antes de ponerla en marcha, había que suministrarle una lista finita de estados y unas reglas para escoger entre éstos. La máquina leía la casilla y después, siguiendo las normas del “estado” en que se encontrara, cambiaba o no lo que había escrito (borrando o escribiendo), cambiaba o no a otro estado (es decir “a otra forma de reaccionar”) y se movía o no una casilla en alguna dirección.

Seguía siendo una máquina, puesto que sus estados eran finitos y dependían completamente del estado inicial, pero era capaz de hacer cosas realmente sofisticadas. Hacía decenios que se aconsejaba el uso de la base 2 para realizar cálculos, y Turing había imaginado una máquina que trabajaba con dos estados que podían ser asimilados al 1 y al 0, las unidades del cálculo binario. ¿Sería posible que atacase problemas “mecánicos”, como determinar si un número es primo?

Trabajando varios meses, consiguió demostrar que su máquina, llamada más tarde Máquina Universal de Turing (o, de forma más familiar, ‘computador binario’) era capaz de realizar cualquier cálculo, si se la dejaba trabajar un número suficiente de pasos y se habían preparado de forma correcta sus estados, cada uno de los cuales incluía -como se ha dicho- las normas para cambiar a otro en función de la ausencia o presencia de un agujero en la posición del papel que estaba leyendo en ese mismo momento.

Se tomó muchas molestias para demostrarse a sí mismo que una persona que realizase los mismos cálculos actuaría de una forma análoga a la máquina, y también para examinar las limitaciones de ésta. Descubrió que la máquina solamente podía tratar con lo que llamó “números satisfactorios”, aunque después les dio el nombre más oficial de “números computables”, con el que han pasado a la historia (algunos autores los vierten al castellano con el nombre de “números calculables”). Y así llegó al meollo de la tercera pregunta de Hilbert. Antes de poner la máquina en marcha, ¿se podía determinar mediante un algoritmo si llegaría a un resultado satisfactorio?.

Turing usó como ejemplo la diagonalización de Cantor para hallar números irracionales, y demostró que no se podía garantizar que la máquina lo estuviese haciendo bien excepto reproduciendo a mano su trabajo. La tercera respuesta era “no” y por tanto no había forma de esquivar los resultados de Godel. Las matemáticas eran un montaje intelectual y no tenían más trascendencia metafísica que el ajedrez. En palabras de Barrows, “la matemática es la única religión que se ha entretenido en demostrarse falsa a sí misma”. La tarea a la que había pensado dedicar su vida había terminado antes de empezar.

Turing escribió su tesis, que era un epitafio a la filosofía matemática y la demostración de que la expresión “fundamentos de la matemática” era una contradicción en sus términos (a menos que se aceptase una total arbitrariedad en los axiomas, como la que modernamente permite considerar p.e. que Tarsky “resolvió” el problema del continuo). Y, por si no fuera suficientemente triste, descubrió que un tal Alonso Church -de Princeton, en EEUU- se le había adelantado por unas semanas, aunque con unos resultados mucho menos generales y que no implicaban máquina alguna.

Después de este episodio, Turing vagabundeo por diferentes aspectos de la matemática de la época sin sentir gran interés. Su carácter asocial y depresivo le estaban convirtiendo en un paria, y sus profesores lo enviaron a la universidad de Princeton para que trabajara con Newman y Church. Esta universidad se estaba llenando de exiliados alemanes de la antigua capital mundial de la matemática, Gottingen, la ciudad de Hilbert.

Pasó allí dos años en los que hasta cierto punto se acostumbró a la vida universitaria americana. Bajo la égida de Von Newman acometió un ataque teórico a su propia tesis: “¿Y si suministráramos un infinito numerable de instrucciones a la máquina? ¿Y qué tal un infinito numerable de listas, cada una de las cuales contuviese un infinito numerable de instrucciones? ¿Para cualquier orden de infinito del número de instrucciones que hay que suministrar, los pasos a dar para la comprobación son de un orden superior?. El tema le empezó a aburrir, mientras que en sus horas libres encontró un nuevo reto que le hizo sentir emoción otra vez. Había descrito una máquina universal que podía hacer cualquier cálculo… ¿Por qué no construirla?

En los EEUU, el desarrollo de la electrónica con circuitos biestables para centrales telefónicas empezaba a mostrar en la práctica lo que en el viejo mundo se había demostrado sobre papel: que una vez reducimos toda la lógica y toda la aritmética a una forma binaria, resulta posible automatizarlas. Turing, con piezas conseguidas en los laboratorios de ingeniería de la universidad, y ayudado por otro residente inglés que le enseñó a manejar la lima y el soldador, comenzó la construcción de un ordenador binario eléctrico de relés. Consciente de que estaba ante algo realmente grande, decidió volver a Cambridge…

Volvió a Inglaterra con su máquina -que ya era capaz de multiplicar- en la maleta. Tenía sin embargo planes de interrumpir un tiempo su construcción, para poner en práctica otra idea: un ordenador analógico basado en el aparato centenario para predecir mareas de que disponía la Marina inglesa. Pero no eran las mareas lo que le interesaba, sino uno de esos pequeños problemas que cuanto más se investiga más feo se pone.

Gauss tenía quince años cuando formuló la hipótesis de que existe un patrón sencillo (el logaritmo de 10) en la disminución de la abundancia de los números primos a medida que aumenta su tamaño. Cincu
enta años después, Riemman describió una función que aproximaba aún mejor la velocidad de disminución. En dicha función había unos términos que parecían tender a cero, pero no encontró forma de demostrarlo. Antes de rendirse, describió otra función en el plano imaginario (que llamó función Z) y demostró que si todos los ceros de esta segunda función estaban sobre la misma recta, entonces la primera función era correcta. No pudo ir más allá porque no consiguió caracterizar los ceros de la función Z.

Varios matemáticos metieron cucharada sin sacar nada claro durante tres cuartos de siglo. Ahora, Turing había ideado un método muy sencillo para resolver el tema. En lugar de intentar deducirlo, construiría una máquina mecánica que calcularía todos los ceros de la función Z que se quisiera, hasta encontrar uno que no estuviese sobre la recta. Pidió una beca de 40 libras a la Royal Society para el material y le fueron concedidas.

Aunque sabemos que nunca habrían encontrado un cero fuera de la recta porque no hay ninguno en la zona del plano al alcance de la máquina analógica, nunca sabremos cómo habría seguido su vida a partir de eso. Probablemente le esperaba una apacible carrera académica, bien como gurú de la ciencia de la computación que había inventado él mismo, o quizás como catedrático de la asignatura Fundamentos (o no-fundamentos) de la Matemática si al final la computación resultaba ser sólo una curiosidad sin importancia. Pero en el verano de 1938, mientras pulía ruedas de diámetro logarítmico para acometer la criba del plano imaginario, fue visitado por un un escocés bajo y robusto, con un porte típicamente militar, que le fue presentado como Alistair Denniston.

Le contó que era el director de una institución gubernamental dedicada al estudio de los códigos y las cifras. Países extranjeros poseían tecnologías muy avanzadas contra las que estaban teniendo problemas. Como seguramente Turing ya sabía, Inglaterra estaba a un paso de ir a la guerra contra Alemania. ¿Era mucho pedir que le echase un vistazo al tema?. El sueldo era pequeñ, pero la universidad se lo complementaría y cuando acabase podía volver.

Turing había tenido contacto anteriormente con la criptografía y era muy aficionado a los problemas de lógica de los periódicos. Poco antes de volver a Inglaterra, y con el ingenuo deseo de ayudar a su país contra Alemania, había pensado que su máquina de relés podía servir para cifrar. La idea era convertir el mensaje en números mediante un código y después poner estos en forma binaria, uno tras otro. Para cifrar, se multiplicaba el mensaje en su forma binaria por una clave, también binaria, de la misma longitud. Este sistema presentaba por lo menos dos problemas graves. En primer lugar, él mismo reconocía que si los dos números no eran primos, habría que cambiar la clave en cada mensaje, ya que en ese caso es trivial encontrar el máximo común divisor de dos mensajes interceptados (mientras que separar dos primos muy grandes no es fácil en absoluto, sino al contrario). En segundo lugar, la difusión de los errores de transmisión es máxima, ya que solo un 1 o un 0 fuera de lugar estropea toda la decodificación. En 1938 los principios de Shannon ni siquiera habían sido formulados, y por ello no era fácil hacer evaluaciones exactas de los sistemas criptográficos.

Ahora Denniston le ofrecía la oportunidad de ayudar realmente a su país. La criptografía de ese tiempo desconfiaba de los matemáticos y, recíprocamente, éstos la consideraban un arte menor, pero Turing, después de haber visitado los más áridos altiplanos de la teoría matemática, de haber seguido los desfiladeros señalados por Hilbert para llegar de nuevo por otro camino al agujero negro descubierto por Godel, bien podía rebajarse un poco por Inglaterra. Decidió aceptar y con ello dio un paso que le otorgaría una inesperada gloria militar, pero también le llevaría al infierno personal más terrible.
Todas las armas militares tienen un episodio ejemplar que con el paso de las generaciones se convierte en casi legendario. Para los miembros del SIS la Sala 40 representaba ese papel. La leyenda de la Sala 40 comenzaba un día principios de septiembre de 1914, cuando Sir Alfred Ewing, un escocés, recibió el encargo de formar un grupo para estudiar los mensajes alemanes en morse interceptados por la flota. La inteligencia naval inglesa carecía de criptoanalistas y Sir Alfred era el director del departamento de formación de la armada, además de ser un distinguido científico especializado en tres disciplinas tan dispares como la geología de terremotos, la histéresis (fatiga del metal) y el magnetismo. Durante una comida con el Contralmirante Henry F. Oliver, éste le dijo que tenía cajones llenos de mensajes alemanes interceptados, que le enviaban a él porque nadie sabía qué hacer con ellos. Sir Alfred se presentó voluntario para encargarse y pocos días después llegó su nombramiento…

Durante varias semanas visitó la biblioteca del Museo Británico y la National Library para formarse adecuadamente en su nueva tarea. Realizó también varias visitas al Post Office (donde residía el servicio de telégrafos) y al Lloyd’s para aprender sobre el uso de libros de códigos en la práctica. En estos lugares se usaban los códigos con la doble intención de ocultar la información y ahorrar dinero, ya que las compañías comerciales de telégrafo cobraban por grupos de cinco letras. Con un buen libro de códigos se podía enviar un montón de información con muy pocos grupos. Una vez se consideró suficientemente preparado, llamó a cuatro profesores de la academia naval -tres de ellos escoceses- que dominaban el idioma alemán, y a los que conocía por ser sus subordinados. Uno de ellos era Alistair Denniston.

Cada día se sentaban los cinco en el despacho de Sir Alfred y revolvían las transcripciones de los mensajes alemanes, tratando de aplicar los métodos aprendidos por él en las semanas anteriores. A paso de hormiga consiguieron deducir partes de los códigos y establecer más o menos una metodología. El futuro no parecía muy prometedor pero no podían descartar ofrecer algo de información al Almirantazgo si éste tenía paciencia.

Pronto sin embargo recibirían un premio inesperado a su esfuerzo. En Octubre de 1914 el agregado naval de la embajada rusa en Londres solicitó al Almirantazgo, con el máximo secreto, que un barco se desplazase al puerto de Alexandrov para hacerse cargo de un documento. Les explicó que el septiembre anterior, tras el hundimiento del crucero Magdeburgo, había aparecido en las costas rusas del Báltico,el cadáver de un oficial naval alemán abrazando una bolsa. Trasladada al cuartel general de la flota zarista en San Petersburgo, resultó contener mapas de coordenadas en clave de la zona y el libro de códigos que usaban los barcos alemanes. Los rusos deseaban compartirlo con los ingleses, pensando erróneamente que ést
os disponían de un vasto departamento de criptoanalisis.

Pocos días después estaba sobre la mesa de Sir Alfred y su esforzado equipo. Constataron que los códigos parecían no coincidir, pero al cabo de unas horas determinaron que los mensajes tenían una superencriptación por sustitución monoalfabética y descifraron todo lo que había sobre la mesa. Sobre este éxito inicial y mediante una combinación de más capturas, brillante intuición y recursos a granel gracias al interés personal del Ministro de Marina, leyeron todos los mensajes que cayeron en sus manos durante toda la guerr,a compilando decenas de libros y descifrando centenares de superencriptaciones. Mediante triangulación determinaban las posiciones de cada barco y por ello sabían lo mismo de la flota que sus mandos alemanes. En 1918, la Sala 40 era un próspero y numeroso departamento aureolado por la gloria de su infalibilidad y el secreto más estricto. Reginald Hall, sucesor de Sir Alfred y Director de Inteligencia Naval, había dirigido la operación Zimmerman, que le había dado fama mundial, aunque ningún detalle de su estructura o modo de operación había trascendido.

Pero una vez terminada la Gran Guerra, la Sala 40 fue desmantelada. La Marina quería ahorrarse las nóminas y traspasó la parte del personal que se quedó en el servicio al Ministerio de Asuntos Exteriores, que lo integró como departamento de su propia organización secreta, el SIS (Secret Intelligence Service). Pasó a llamarse -como tapadera- Escuela de Códigos y Cifras del Gobierno (GC&CS en sus siglas inglesas), y heredó de su pasado naval a su nuevo responsable, Alistair Denniston. Para completar la fusión, Hugh Sinclair, almirante de carrera, fue nombrado director del SIS y por tanto jefe de Denniston. Así se ponía fin a la disputa entre el Almirantazgo y Whitehall que había durado toda la guerra y se reconocía la superior efectividad de los componentes de la Sala 40.

El Almirante Sinclair era un hombre de gran posición económica que gustaba de la buena vida y los coches rápidos. El SIS se convirtió en su pasión y nunca cesó de hostigar tanto a la marina como al ministerio para que ampliaran el escaso presupuesto asignado. Consiguió que el GC&CS pasara de unos 25 descifradores a más de 40, aunque para ello tuvo que invertir 15 años de discusiones y mucho dinero de su bolsillo. La estrategia que seguía.era reclutar a veteranos retirados de la Marina -que podían vivir de su pensión- y a profesores que cobraban de sus universidades. Con cargo a su propio patrimonio procuraba darles pagas extras de cuando en cuando.

Mantenía en escucha más o menos a todas las embajadas, la mayoría de las cuales utilizaban libros de códigos (nomenclátores) superencriptados con algún truco menor como una transposición sencilla o alguna operación matemática elemental de estilo amateur. Las compañías de telégrafo le enviaban una copia diaria de todos los mensajes que pidiera, por lo que material no faltaba y con tiempo por delante era fácil compilar los códigos y divertido encontrar el truquito que algún secretario de embajada ingenioso había inventado con cariño. Además de estas escuchas, con la ayuda de otro escocés, Stewar Menzies, también desarrolló el resto del SIS, creando estaciones por todo el mundo que soportaban extensas redes de agentes.

Ese verano de 1938, mientras Denniston visitaba las facultades de Cambridge, graves peligros amenazaban al Imperio. En Extremo Oriente, la influencia inglesa estaba desapareciendo a manos de Japón, que ya controlaba toda China. Japón era, junto con Corea, el único estado no europeo que nunca había sido ocupado por la fuerza. Su tradición militar se había adaptado perfectamente a la evolución de la tecnología occidental. La llegada de la artillería de asedio produjo la construcción de castillos más sólidos que los del propio Vauban. Sus juncos adoptaron la técnica del ataque de fila casi a la vez que los barcos ingleses que derrotaron a la Gran Flota de Felipe II. En el siglo XVII los primeros mosquetes que llegaron a las islas fueron copiados a miles para formar batallones de mosqueteros, que desarrollaron las mismas tácticas que les hacían los reyes de los campos de batalla europeos. Así había conseguido disuadir a los blancos de hacerles a ellos lo que habían hecho al resto de pueblos no-blancos del mundo.

A partir del último cuarto del siglo XIX, una industrialización a marchas forzadas le había permitido construir un ejército moderno, perfectamente pertrechado, con el que había ahuyentado a los rusos de las costas del Pacífico. Su flota era la tercera del mundo y tenía acorazados que podían hacer frente con ventaja a cualquier monstruo inglés o norteamericano. Ahora, se permitía hostigar los enclaves ingleses e incluso bombardear sus barcos. En caso de guerra abierta, no sólo Honk Kong, sino Birmania, Malasia e incluso Singapur, estaban seriamente amenazados.

Por contra, La India parecía pacificada después de haber estado al borde de la insurrección pocos años antes. Sin embargo, eso se había conseguido aceptando el principio de que “el gobierno de su destino debía ser asumido a la larga por los habitantes autóctonos”. Si debía permanecer en el Imperio, nuevos conflictos se avecinaban.

En Rusia, el énfasis de los primeros revolucionarios por evitar la inoperancia del democratismo y por superar el tradicional atraso de su país, había generado una dictadura que aunaba la tradición zarista de autoritarismo sangriento con un industrialismo esclavista masivo. Lo que la hacía más peligrosa era que aparecía como la abanderada de una revolución mundial que pondría fin a la propiedad privada sobre las fábricas y por ello tenía muchos aliados potenciales en la clase obrera de los países occidentales. Había conseguido recuperarse de una terrible guerra civil, y una vez consolidado su poder sobre Asia Central, era previsible que reiniciase la secular presión eslava hacia el sur, amenazando las posesiones inglesas en Medio Oriente que precisamente protegían la ruta hacia la India y China.

Sinclair sabía que para mantener el Imperio haría falta luchar guerras largas, sangrientas y de resultado incierto. Pero tal como la mitología de las guerras napoleónicas había alimentado el espíritu victoriano, el recuerdo de las trincheras pudría ahora el de la sociedad inglesa.

En 1938 el recuerdo de la Gran Guerra era más vivo que nunca por culpa de una versión Wagneriana del risible dictador de opereta Mussolini. El problema de este pintoresco personaje era que se había apoderado de las ruinas de la Alemania del Kaiser y la estaba reconstruyendo, pero con ese añadido de brutalidad sin alma y de gran escala que parecía ser el sello del siglo XX. Fantasmas del Somme cayendo a miles bajo las ametralladoras, fantasmas del saliente de Ypres tosiendo los pulmones mientras el viento arrastraba un humo amarillo, fantasmas de los hijos que no volvieron, como el del primer ministro Neville Chamberlain, poblaban las pesadillas del establishment inglés, cuando veían al tipo del bigote allí subido, diciendo todas aquellas atrocidades con la en
ergía de un millón de demonios.

Ese individuo en particular se estaba convirtiendo en el problema principal y Sinclair repartía en las reuniones su abultado dossier. En él se explicaba la inverosímil trayectoria de Adolf Hitler. Había empezado en política como un veterano de guerra que, desquiciado por la experiencia del frente y la derrota alemana, en 1923 se había sumado en Munich a un tumulto antirepublicano de disconformes con la paz de Versalles. A diferencia de los espartaquistas, que habían sido muertos a tiros sobre el terreno, Hitler y sus compañeros fueron condenados a penas cortas de cárcel. Durante su encierro, Hitler agotaba a los demás reclusos con soliloquios interminables, que mezclaban la charla culta sobre arte e historia de los pueblos germánicos, con delirios sobre la naturaleza debilitadora de la piedad y el humanismo. Hartos de oírle, le propusieron que escribiera sus ideas. Se ofreció como escriba ayudante un tal Rudolf Hess, estudiante de geopolítica, que aportó su arsenal conceptual a las diatribas.

El resultado fue un libro paranoico y casi ilegible por su densidad donde se detallaba un Gran Plan para salvar a la Humanidad. El plan consistía en restaurar la ley natural por la que el fuerte vence al débil. Para ello, dividía los seres humanos en tres grupos raciales: dominantes, bestias de carga y bacilos. Los primeros debían gobernar a los segundos, exterminando antes a los terceros para que no pudieran impedirlo. Los alemanes serían la raza dominante, los eslavos las bestias de carga mientras los judíos, los demócratas y los izquierdistas eran los bacilos. Hitler consideraba que la raza judía era proclive a la debilidad humanista, de la cual el marxismo era una manifestación extrema. Este razonamiento cayó muy bien en los ambientes antisemitas de la derecha alemana, aunque seguramente no comprendieron en ese momento las aberraciones que se derivarían de él.

Una vez Hitler salió de la cárcel, decidió abandonar la violencia, que tan malos resultados le había dado, y optó por intentar crear una gran organización para difundir sus ideas por todo el país. Hasta entonces, su partido había sido un fenómeno puramente muniqué,s pero ahora se extendió rápidamente por Alemania. El responsable de la sección berlinesa, Joseph Goebbels, tenía también una gruesa ficha en el SIS. Se trataba de un individuo físicamente tullido, con la amoralidad propia de un psicópata, que había fracasado como escritor y poeta, abrazando el periodismo de combate como vehículo expresivo.

Al principio había dudado entre los comunistas y los nazis, pero finalmente había decidido que el odio racial era más romántico que la lucha de clases. Sus depuradas técnicas de marketing, mezcladas con un brutal camorrismo callejero, le permitieron dominar la capital en apenas dos años. Goebbels había descubierto que la opinión pública de los países desarrollados funciona como los espectadores de la caverna de Platón, pero lo que proyecta las sombras no son honrados rayos de luz, sino medios de comunicación manipulables a voluntad si uno domina la técnica y tiene poder para doblegarlos. Para gestionar sus huestes, creó un estilo de meeting en el que la manipulación de los sentimientos de la masa mediante un crescendo demagógico y de retórica cada vez más violenta, conseguía hacerles explotar en un éxtasis de odio.

En 1930, Hitler y Goebbels unieron sus fuerzas en una campaña electoral frenética de estilo americano, que llevo al NSDAP de seis a más de cien diputados. La mezcla de demagogia populista y milenarismo racial resultó muy adecuada para llenar el vacío sentimental de las clases medias alemanas, que habían visto el naciente imperio del kaiser Guillermo II, convertirse en una débil república sometida a Francia y azotada por crisis económicas que más bien recordaban a las plagas de Egipto que a fenómenos sociales reconocibles. La interpretación de Hitler del estilo de meeting de Goebbels resultó una bomba que conseguía auténticos orgasmos colectivos de adrenalina, causando a los participantes una sensación imborrable de pertenecer a algo trascendente.

Sin embargo, nuevas campañas electorales aún más espectaculares mostraron que el partido nazi tenía un techo en torno al 30% del electorado y que difícilmente crecería mucho más. En 1933 -cuando parecía que su partido empezaba a resquebrajarse después de perder las presidenciales contra Hindenburg, el héroe de Tannenberg- una carambola política dio a Hitler la cancillería, que le entregaron el resto de partidos de un gobierno de coalición por un tiempo limitado hasta las elecciones. Los nazis prendieron fuego al parlamento y acusaron a los comunistas. En medio de la conmoción creada, Hitler se apoderó del país, exterminando cualquier sujeto político ajeno sí mismo y fundando un Tercer Reich, que por ello no celebraba elecciones.

Su política exterior consistía en denunciar las injusticias de Versalles y actuar al margen del tratado, rearmándose a toda velocidad. En 1935 dejó de obedecer una de las cláusulas más odiosas, que le impedía tener fuerzas militares en algunas zonas de su propio país. La clase política inglesa aceptó, pensando que si restituían a Alemania una parte de lo que se le había robado en Versalles, volvería el equilibrio surgido del Congreso de Viena, en el que Francia, Rusia y Alemania se neutralizaban mutuamente. Pero lo que se le había negado a la República de Weimar, y que quizás hubiese ayudado a evitar su colapso, ya no era suficiente. A partir de ese punto, Hitler había comprendido que todo el mundo temía la guerra menos Alemania y comenzó a sacar partido de ello.

Desde 1933 en adelante, Sinclair contaría con información de primera mano provista por su agente estrella F. W. Winterbotham. Winterbotham había querido ser un oficial de caballería desde la infancia. Cuando cumplió 17 años se alistó para luchar a caballo en la Gran Guerra. Al llegar al cuartel descubrió que los Royal Gloucester Hussars, su regimiento, estaban siendo entrenados para luchar a pie. La decisión se había tomado después de varias masacres de caballos en la tierra de nadie, cuando intentaban alcanzar las trincheras alemanas saltando las alambradas bajo el fuego de las ametralladoras. Winterbotham oyó que la Royal Air Force estaba buscando voluntarios para subirse a los cajones para pájaros que se usaban como aviones de reconocimiento. Al poco tiempo volaba sobre Francia haciendo fotografías. Como demostró una cierta pericia, pronto consiguió convertirse en piloto de combate, siendo derribado (según la leyenda) por el Baron Von Richtoffen en persona.

Se salvó de morir en el consiguiente aterrizaje forzoso, pero cayó detrás de las líneas enemigas y pasó el resto de la guerra en un campo de prisioneros alemán. Al volver a Inglaterra descubrió que siendo prisionero de guerra había acumulado no sólo su paga, sino además una gran prima mensual. Con ese dinero se pagó la carrera de Derecho en Oxford. Al terminar, decidió dar la vuelta al mundo antes de buscar trabajo. Cruzó Áfric
a de norte a sur siguiendo las posesiones inglesas por Sudán, Kenia y Rodhesia en un safari de miles de kilómetros. Desde allí fue a Australia y, como el dinero se le había acabado, trabajó como vaquero. Después cruzó el Pacifico para trabajar como leñador en Canadá.

Finalmente volvió a Inglaterra, pero con tan mala suerte que llegó el año 1929, al comienzo de la Gran Depresión. Como no encontraba trabajo, sus antiguos amigos de la RAF le ayudaron a entrar nuevamente en el servicio. Apenas había aviones y por tanto más bien sobraba personal. Sin embargo, se estaba formando una rama de inteligencia aérea y fue asignado allí para trabajar junto con el SIS de Sinclair, puesto que hablaba francés y alemán fluidamente. Durante tres años intentó con poco éxito formar una red para vigilar el cumplimiento del tratado de Versalles, que impedía a Alemania tener ningún tipo de aviación. Las pocas fuentes que tenía desaparecieron, amedrentadas por la llegada de los Nazis al poder.

Entonces Winterbotham se hizo nombrar agregado a la embajada en Berlín y empezó a frecuentar las fiestas del cuerpo diplomático. Allí trabó conocimiento con varios jerarcas nazis. Les mostró el respeto que le merecía la forma como habían sacado a su país del caos y deploró las condiciones humillantes de Versalles. Ante su simpatía, florida conversación y sensibilidad por el punto de vista alemán, comenzaron a invitarlo particularmente a sus propios actos sociales. Escalando, consiguió llegar a compartir mesa con Rosenberg, ministro de asuntos exteriores y uno de los filósofos oficiales del partido Nazi.

Rosenberg simpatizó mucho con él y de la charla pasaron a la confidencia. Winterbotham le dijo que en Inglaterra mucha gente admiraba su partido, pero que por lógico patriotismo veían con preocupación el rearme alemán. Rosenberg le aseguró que Alemania no tenía nada contra Inglaterra. Siguieron muchas charlas y paseos, en los que los dos discutían cómo hacer para que los intereses de sus dos países no chocaran. La amistad fue tan íntima como para que Winterbotham llegara incluso a ser presentado al canciller Adolf Hitler.

Una vez instalado en el núcleo de poder alemán, Winterbotham jugó la carta del inocente amateur cuando sus interlocutores empezaban a hablarle en voz baja de cómo se preparaban para construir un imperio que duraría mil años. Para satisfacer su amable curiosidad sobre los medios a emplear, le contaron que los antiguos pilotos de la Gran Guerra habían fundado clubes de aviación donde entrenaban sistemáticamente a docenas y docenas de pilotos. Ése fue su primer descubrimiento, pero seguirían muchos más.

A medida que los nuevos tratados firmados durante los años treinta relajaban las condiciones de Versalles y el rearme se hacía menos clandestino, Winterbotham fue introducido más y más en el Gran Plan. Se trataba de invadir Rusia, esclavizar a los eslavos y crear un imperio desde el Pacífico hasta el Báltico. El mundo de los siglos venideros estaría dominado por los tres imperios que se repartirían el mundo: América, el Imperio Británico y el nuevo Imperio Alemán. Los americanos dominarían a los latinos, los alemanes a los eslavos e Inglaterra al resto de razas (con permiso de los japoneses). Una perspectiva ciertamente fascinante -reflexionaba en voz alta Winterbotham- pero Rusia era un enemigo poderoso. ¿Cómo podrían vencerlo tan completamente?. Sus interlocutores le desvelaron poco a poco muchas de sus nuevas ideas para conseguirlo, como la guerra con unidades acorazadas seguidas de infantería motorizada, el bombardeo en picado para apoyo a tierra, los paracaidistas, la coordinación por radio, etc… Para que lo comprendiera mejor, le presentaron a cierto número de generales, algunos de los cuales no tuvieron inconveniente en invitarle a presenciar el entrenamiento de sus unidades. Estos generales deseaban mostrarle su poder, porque la idea de luchar a la vez contra Inglaterra y contra Rusia les horrorizaba. Pensaban que era bueno que los ingleses se enteraran de lo poco conveniente que era entrometerse en los planes del Reich.

Winterbotham enviaba a Londres dos tipos de mensajes. Por valija diplomática convencional enviaba textos melifluos defendiendo el punto de vista alemán sobre Versalles. Muchos de estos mensajes llegaron a manos alemanas, reforzando su posición. Sin embargo, por el canal secreto del SIS, enviaba sobrias enumeraciones de todo lo que había visto y oído. Descripciones de aviones y tanques nunca vistos por ojos ingleses, tácticas de guerra de movimiento, nombres de unidades, lugares de acuartelamiento, etc… así como estimaciones perentorias de la agresividad intrínseca de la ideología nazi. Con su información, Sinclair pudo construir el cuadro general en el que encajaban todo el resto de detalles que le enviaban sus redes.

Con preocupación creciente, tomó nota de la reproducción del fenómeno simbiótico entre el estado mayor del ejército, heredero de la tradición prusiana y la gran industria alemana. Esta combinación había producido grandes avances técnicos, como el fusil de retrocarga y la artillería de acero que habían sustentado la política Bismarkiana y el intento del kaiser de sentarse por la fuerza en la mesa de las potencias mundiales.

Ahora estaba produciendo un ejército mecanizado, con miles de tanques y una flota aérea ultramoderna. Hitler compraba para su ejército todo lo que la industria pudiera fabricar y le daba presupuesto ilimitado para hacer maniobras a gran escala. Los generales se sentían felices viendo aquella máquina de guerra y soñaban con la ocasión de cubrirse de gloria en los campos de batalla en que habían combatido en su juventud como tenientes y capitanes.

A partir de 1937 los agentes del SIS percibieron una especie de aceleración, que los confidentes de Winterbotham atribuyeron a que Hitler había sido advertido por un vidente que vivía en su corte de que moriría joven, y por tanto debía ponerse manos a la obra inmediatamente. Ese mismo año ocupó Austria en una operación relámpago, bajo la cobertura de la propaganda de Goebbels, que ahora tenía por objetivo al mundo entero. A Sinclair no le cabía duda de que ése no sería el último paso, y que pronto habría una guerra en la que los enemigos de Alemania llevarían las de perder. Pero hasta 1938, ni siquiera la minoría vociferante que en el Parlamento hostigaba a Chamberlain por su política de apaciguamiento de los Nazis, creía que sus preocupaciones fueran nada más que la paranoia normal en un responsable de inteligencia. El tal Winterbotham era un filo-nazi, tal como sus mensajes al Ministerio de Asuntos Exteriores demostraban, y por tanto sus comentarios debían ser tomados con pinzas.

La mayoría de analistas pensaban que Hitler se detendría en cuanto percibiese una amenaza inglesa suficientemente firme, tal y como solía hacer Mussolini en el Mediterráneo con sus reivindicaciones sobre la costa Dálmata. Sinclair pensaba que no era así, porque Mussolini utilizaba la retórica y la escenografía fascistas como un medio para mantenerse confortablemente en el poder disfrutando
de sus prebendas, mientras que Hitler quería utilizar el poder para llevar a cabo su Gran Plan: restaurar el gobierno de La Reina Cruel (como llamaba él a la Naturaleza).

Cada vez más, en las reuniones con los políticos y en las comidas en los clubs, Sinclair dejaba de lado la situación en Asia y señalaba Alemania como el tema del día. ¿Hasta qué punto estaban dispuestos a aceptar que Alemania dominase Europa Central o quizás, si sus delirios se cumplían, más de la mitad del continente Euroasiático? ¿Podían estar seguros de que con eso se conformaría? ¿Lo aceptaría Francia? Como principal potencia mundial, Inglaterra no podía abandonar a su suerte a los eslavos, y menos a los franceses, que verían con muy malos ojos ese imperio en ciernes. El mensaje de Sinclair a los políticos era que si en algún momento Inglaterra intentaba realmente obstaculizar a Hitler, se vería envuelta en una nueva guerra con Alemania, y que tenía muchas posibilidades de perderla catastróficamente.

Un día de 1938 Winterbotham estaba de vacaciones en Inglaterra cuando le llegó un mensaje personal de Rosenberg. Le decía que no volviera a Alemania, porque en ciertos ambientes se sospechaba mucho de su insaciable curiosidad y era probable que fuera encarcelado como espía. Hundida finalmente su tapadera (en Alemania, porque en Inglaterra persistían las sospechas sobre él) Winterbotham no se dio por vencido. Con aviones capaces de volar a gran altura, equipados con una cámara especial inventada al efecto, dirigió una extensa campaña fotográfica, basada en la información reunida hasta entonces.

Esto dio a Sinclair unas espectaculares imágenes que mostrar en las reuniones, con cientos de tanques y aviones alineados y preparados para empezar. Los analistas militares coincidían en que la guerra entre Inglaterra y Alemania, caso de producirse, sería fundamentalmente aérea. Flotas de bombarderos se cruzarían sobre el Canal para destruir las ciudades enemigas, hasta que uno de los dos países se rindiera. Sería una guerra de aniquilación, en la que morirían civiles por millones. Cada tonelada de bombas sobre Londres mataría a unas 15 personas, dejando otras 30 heridas. Con las fotos en la mano, cabía esperar unas 3.500 toneladas diarias. Por tanto morirían 50.000 personas por cada día de guerra, y en apenas un mes Londres sería un enorme cráter. Eso si los alemanes no usaban gas venenoso, en cuyo caso bastaría una semana para convertirla en una ciudad fantasma, aunque con sus edificios en pie. Había un fuerte debate sobre si era mejor construir bombarderos para poder contratacar sobre las ciudades alemanas o si era mejor construir cazas para defender las propias.

Durante muchos años habían dominado los partidarios de los bombarderos, puesto que se decía que no había forma de que los cazas detuvieran el bombardeo desde gran altura sobre las ciudades ya que no tenían tiempo ni de llegar a esa altura antes de que los alemanes descargasen todas las bombas. Era un debate intelectual, porque durante esos años no había dinero ni para una cosa ni para la otra. Ahora por fin, ante esas fotografías e informes, el gobierno de Chamberlain decidió poner dinero. Pensaron que no tenían tiempo de construir una flota de bombarderos que diese suficiente respeto a los alemanes como para disuadirlos de atacar y, por tanto, aconsejados por una minoría de oficiales, obligaron a la RAF a equiparse para defender el cielo de su país, por difícil que eso fuera. No pusieron mucho dinero, pero en seguida saturaron la capacidad de fabricación, puesto que había pocas fábricas en funcionamiento, después de tantos años de restricciones causadas por la Gran Depresión.

Con tan pocos cazas a disposición, Sinclair tenía claro que en caso de guerra las oficinas del SIS, en pleno centro de Londres y cerca de donde cada día se efectuaba la parada de los granaderos del rey, era un lugar muy peligroso y poco conveniente. Compró con su propio dinero la mansión de Bletchley Park, y utilizó la miseria de presupuesto que le habían dado para ampliar la plantilla hasta el doble de personal. Por ello había enviado a Denniston a Cambridge, a reclutar a cualquiera que pareciese lo suficientemente inteligente y aceptase el sueldo.

A finales de Agosto Hitler estaba a punto de invadir Checoslovaquia, para quedarse una provincia del norte de mayoría alemana. Goebbels afirmaba (falsamente) en la prensa internacional que los alemanes checoeslovacos sufrían abusos de todo tipo e incluso asesinatos arbitrarios, por lo que era el deber de Alemania proteger a sus hermanos. Chamberlain se mostró más duro de lo habitual, porque se daba cuenta de que le habían tomado el pelo y que Hitler daba por descontado que no haría nada. Las notas diplomáticas subieron de tono y se habló de guerra, con indirectas cada vez más explícitas.

Sinclair decidió que había llegado la hora y envió al SIS a Bletchley Park, para hacer frente a cualquier eventualidad. Un convoy de camiones militares camuflados se dirigió hacia el norte, mientras muchos de los miembros del GC&CS los adelantaban alegremente en lujosos automóviles privados.

Conduciendo como un poseso, junto con varios compañeros desprevenidos a los que había invitado a su coche, Dillwyn Knox aplicaba su peregrina teoría de que la forma más segura de pasar un cruce es a la máxima velocidad posible, puesto que eso minimiza el tiempo de riesgo. Knox era un veterano de la Sala 40 y una leyenda viviente. Seguía la tradición típicamente inglesa de que el genio verdadero debe llevar aparejada una cierta dosis de locura.

Después de graduarse en lenguas clásicas en el King’s College de Cambridge, fue aceptado como profesor en 1910. Al comienzo de la Gran Guerra intentó alistarse como mensajero, ya que era un experto motorista y ofreció llevar su propia moto al frente. Sin embargo, en lugar de eso fue enviado a trabajar en el ID 25, nombre clave de lo que sería conocido como Sala 40. Allí se reveló pronto como el genio que era, y en una hazaña en solitario había liquidado, sin apenas material, el código usado por el comandante de la flota alemana. En 1931 un violento accidente con la moto le había obligado a dejarla para siempre y a cojear el resto de su vida. En 1936, cuando estaba a punto de dejar el servicio para volver a la universidad, apareció el desafío de Enigma y decidió quedarse, a pesar de sus crecientes problemas de salud que le llevaron a ser operado del estómago con un diagnóstico muy poco tranquilizador. Denniston tenía plena confianza y le puso al cargo del equipo que trabajaba sobre Enigma.

Al llegar a la mansión, los miembros del GC&CS pasearon extasiados por los jardines, admirando el laberinto de setos, el lago, los grandes parterres de rosas y la campiña inglesa extendiéndose ante ellos gracias al ingenioso aprovechamiento del terreno que ocultaba el muro que circundaba el finca. Estaban alojados en hoteles de los alrededores, pero las comidas las tomaban en BP. Sinclair había hecho venir al chef de su restaurante favorito, el Savoy, y cada almuerzo era un acontecimiento gastronómico. El chef era un hombre muy temperamental y cuando agentes del SIS le interrogaron, intentó suicidarse. Le había
n considerado sospechoso por ser italiano. Aunque corrió el rumor por Londres de que algo raro había pasado en el Savoy, no se llegó a relacionar con la mansión y las jornadas de caza fuera de temporada.

Knox no estaba de acuerdo en que se contrataran matemáticos ya que consideraba que eran una molestia, pero como Turing era una celebridad en los ambientes académicos, no le dedico más que una fracción de su tradicional mal humor. Se habían conocido poco antes en Londres y con toda probabilidad Turing se debió comportar como el buen alumno, callado y reflexivo, que había sido en el King’s College. Knox consideraba que sus métodos eran algo evidente que se aprendía por sí solo, por lo que en la primera y única lección le explicó los trucos de veterano. Turing tuvo que hacerse él mismo la versión larga de la explicación.
La aparición de máquinas electromécanicas a principios de siglo había resucitado una antigua idea que parecía enterrada, una vez el método de Vigenère había sido roto en el siglo XIX y casi todo el mundo se había volcado hacia los libros de códigos. La idea era utilizar cifrado polialfabético con alfabetos no relacionados entre sí. El problema de los cifrados polialfabéticos era que si se acumulaba suficiente criptotexto y se conseguían discriminar los caracteres cifrados con cada alfabeto, bastaba resolver los diferentes cifrados monoalfabéticos, lo cual es realmente trivial. Con las máquinas se conseguía que el mismo alfabeto sólo se usara una vez cada varias decenas de miles de caracteres, convirtiendo el trabajo del descifrador en una tarea de titanes…

Y un titán es lo que era precisamente Knox. Una vez los cifradores habían renunciado al lápiz y al papel para cifrar, Knox había inventado un método de lápiz y papel que era capaz de derrotar a las máquinas. El método era heredero de un estudio de Hugh Foss, que ahora estaba trabajando contra la máquina Tipo A japonesa. A partir de las frases sueltas de Knox y de sus propias deducciones sobre ellas, Turing empezó a compilar un manual sobre el método, conocido como “rodding” en el argot (“cliks&rods” para los contemporáneos, “bâtons” para los franceses, “Knox-Candela” para los historiadores y “de los isomorfos” para los criptógrafos matemáticos).

El rodding era extremadamente laborioso y requería una gran intuición, además de paciencia interminable. Seguía la metodología de “la palabra probable”, por lo que era necesario deducir del contexto del envío del mensaje una palabra que supuestamente saliese en el texto original. Cuando se empezaba a trabajar en una red desconocida esto era muy difícil, ya que nunca se podía estar seguro de qué palabras utilizarían los desconocidos comunicantes, pero a medida que se iba recopilando material la tarea se facilitaba un poco.

Considerando trozos de texto situados entre dos giros de la rueda central, se podía caracterizar el cifrado como si hubiera sido hecho con una Enigma de una sola rueda y un reflector fijo, es decir, que cambiase para cada uno de los trozos pero se mantuviera fijo dentro de ellos (pseudo-reflector). Knox disponía de Enigmas comerciales (tipo D) y por ello conocía el cableado de cada rueda. Para un mensaje concreto, sabiendo qué rueda ocupaba la posición rápida, y asumiendo que la suposición sobre la relación entre criptotexto y texto en claro era cierta para el trozo que se estaba estudiando, en teoría podía deducirse el resto del texto hasta el siguiente giro de la rueda media, utilizando solamente el conocimiento que se obtenía sobre la estructura del pseudo-reflector.

La realización práctica requería elaborar una tabla de 26×26 que relacionaba las entradas-salidas fijas del “hueco rápido” (puesto que las ruedas podían ocupar cualquier posición eran los huecos los que tenían una velocidad característica) con las del pseudo-reflector (lado de dentro del hueco), es decir la tabla de los 26 alfabetos que generaba cada rueda en cada giro completo. En las ordenadas se situaban cada una de las 26 entradas-salidas del pseudo-reflector, en las abcisas las 26 posiciones posibles de la rueda. En las casillas se apuntaba la letra asociada por la rueda en esa posición a cada entrada/salida del pseudo-reflector.

Esto permitía realizar razonamientos del siguiente tenor: si la rueda en la posición ‘n’ envía la corriente de la tecla A a la entrada 3 del pseudo-reflector y ésta sale por la N que creemos (por “la palabra probable”) que la rueda en esa misma posición conecta con la entrada 17 del pseudo-reflector, concluiremos que la entrada 3 y la salida 17 están conectadas y lo estarán necesariamente mientras no gire la rueda media. Para esa misma posición ‘n’ eso implica que si hubiéramos pulsado la tecla N se habría encendido la luz A. Pero si giramos la rueda una posición (o varias, adelante y atrás), como conocemos el cableado de ésta, sólo tenemos que mirar qué letras están ahora conectadas a las entradas/salidas 3 y 17 del pseudo-reflector para hallar una nueva pareja. Así es como extendemos la suposición que hemos hecho sobre A y N al resto del trozo de texto situado entre dos giros de la rueda media.

Como quiera que había tres ruedas, el primer paso era determinar cuál era la que ocupaba la posición rápida cuando se codificó el mensaje, puesto que lógicamente para cada una existía una tabla diferente. Esto se hacía en parte mediante fuerza bruta, probando una tras otra si era compatible con la supuesta palabra en claro y el criptotexto conjeturalmente asociado. El hecho de que una letra nunca pudiera ser imagen de sí misma (la imagen de J no es J) y que el cifrado fuera recíproco (si J es la imagen de C, C es la imagen de J) y unívoco (si J es la imagen de C solo J puede ser la imagen de C) descartaba muchas posibilidades.

El criptoanalista experimentado también podía sospechar la respuesta porque la muesca que inducía el giro de la rueda media estaba situada en puntos diferentes y además la circuitería de cada rueda tenía una huella característica, aunque ni mucho menos evidente, mientras se movía sobre las permutaciones fijas del pseudo-reflector. Estos dos efectos creaban patrones sutiles que orientaban la búsqueda si uno era capaz de reconocerlos y fiarse de su intuición.

Una vez se habían asumido las inciertas certezas de que la palabra estaba en una determinada posición, y de que ésa era la rueda que estaba en el hueco rápido, empezaba realmente el trabajo duro. Armado con parejas de tiras de papel representando las filas de la tabla, el criptoanalista procedía a buscar prolongaciones de las coincidencias (cliks) en el resto del criptotexto, tratando de crear bosquejos de palabras coherentes. Si lo conseguía con una pareja significaba que las dos entradas/salidas del pseudo-reflector que representaban estaban efectivamente conectadas y usaba los caracteres en claro hallados como base para nuevas inducciones. Si no lo conseguía o encontraba una inconguencia (un “chirrido” en el argot) cambiaba una de las tiras y seguía probando. Recordemos que sólo funcionaba con el trozo
de texto para el cual la rueda media no se movía (es decir, como máximo 26 caracteres) por lo que siempre había que estar vigilante para no rebasar ese límite, oculto en el revoltijo del criptotexto.

Una vez se empezaba a sospechar que se estaba rebasando un punto de giro de la rueda media, se hacía necesario identificarla, para lo cual se organizaba una serie sistemática de pruebas que analizaba las diferencias entre el cifrado anterior y posterior al punto. Cuando la identificación era razonablemente positiva, se continuaba el trabajo con el nuevo trozo de criptotexto, incorporando los cambios ocurridos en el pseudo-reflector. Realizar todo este trabajo sobre textos en alemán o italiano requería un dominio extremo de estas dos lenguas, además de todo el resto de virtudes. El rodding es la cumbre de los sistemas de desciframiento manuales y se encuentra en el límite de lo humanamente posible.

Pero con toda su complejidad, el rodding sólo era capaz de atacar Enigmas comerciales. Recordemos que la Enigma militar tenía un panel de conexionado que destruía la relación unívoca entre la primera rueda, el teclado y las luces, poniendo fuera del alcance del criptoanalista los patrones del lenguaje conservados en el criptotexto. Knox le explicó a Turing lo que Denniston y Sinclair se negaban a entender: el rodding era inútil contra la Enigma militar y era ocioso intentarlo, puesto que sólo muy de tarde en tarde y después de meses de trabajo ímprobo, se conseguiría algún pequeño éxito con quince o veinte caracteres que por casualidad no estuvieran afectados por el panel. Además, no disponían del cableado de las ruedas utilizadas en la Enigma militar por lo que ni siquiera eso era posible.

Knox había intentado deducir el cableado de la Enigma militar pero, aparte de los problemas que causaba el panel, consideraba que había demostrado que el teclado y las luces estaban conectadas al hueco de la rueda rápida de forma diferente que en la Enigma comercial (QWERTZU…) y todos sus intentos de deducir cómo habían fracasado. Se ignoraban demasiadas cosas que sabiéndose no garantizaban nada, así que le aconsejó a Turing que se centrara en el rodding contra la marina italiana, la embajada sueca, los rebeldes españoles y todos los que utilizaban Enigmas comerciales tipo D pero que se olvidara del resto de sacas llenas de mensajes captados por las estaciones de intercepción y cifrados con la Enigma tipo I del ejército de tierra, que también era la usada por la aviación. De pasada, Knox le comentó a Turing que se había hablado de construir una máquina de descifrar, aunque no estaba claro cómo hacerlo.
Mientras el SIS se instalaba en Bletchley Park, Chamberlain viajó a Munich, a decirle a Hitler que podía quedarse con la región de los Sudetes si no invadía nada más. Hitler aceptó y Chamberlain volvió a Londres, haciendo una rueda de prensa al pie del avión en la que agitó la hoja de papel con la firma de Hitler como muestra de la paz para toda una generación que había conseguido.

Es dudoso que en caso de que Chamberlain no hubiese firmado, eso hubiese detenido a los alemanes y aún más dudoso que el ejército inglés hubiese podido hacer nada efectivo para impedirlo, ya que le era imposible proyectarse a tanta distancia, atravesando varios países para presentar batalla en la misma frontera de Alemania. Quizás planteado como una limitación práctica habría resultado menos doloroso que planteado como un trato, ya que Inglaterra estaba dejando que millones de personas cayeran bajo una dictadura que proclamaba su deseo de exterminarlos o esclavizarlos literalmente. Los criptógrafos en plantilla volvieron a Londres aliviados de que no hubiera guerra pero avergonzados por el método empleado para evitarla, mientras el ejército alemán invadía el norte de Checoslovaquia y procedía a su anexión…

Los que -como Turing- habían sido reclutados hacía poco tiempo, fueron enviados de vuelta a sus ocupaciones civiles. Se les dijo que debían tener siempre una maleta preparada y viajar con un billete de diez libras en el bolsillo. En caso de que un desconocido se les aproximase, o recibieran una llamada telefónica o una carta o por cualquier medio se les hiciese llegar la frase “La tia Flo ha empeorado”, debían dirigirse de forma inmediata a Bletchley para incorporarse a sus puestos de combate. Un combate en el que por lo que parecía tenían todas las de perder, ya que la máquina Enigma usada por el ejército era indescifrable.

Durante la primera mitad de 1939 la situación diplomática no dejó de empeorar y siguiendo órdenes de Sinclair, Denniston prosiguió sus rondas por las universidades. Los que aceptaban eran trasladados a Londres, donde se les impartía el mismo cursillo al que había asistido Turing, se les hacía firmar el Acta de Secretos Oficiales y eran devueltos a la vida civil a esperar noticias de la tía Flo.

En Enero, en medio de la más estricta discrección, Denniston y Knox habían acudido a París para entrevistarse con Langer, de los servicios secretos polacos. La reunión fue un fracaso total. Los franceses se empeñaron en enseñarle rodding (que creían haber inventado ellos) a Knox, que no se molestó en ocultar su displicencia. Langer asistió a las discusiones y en palabras de Knox, “lo poco que habló fue para demostrar que era aún más ignorante en rodding que los franceses”. Se hace difícil concebir por qué Langer no reveló al menos una parte de su secreto. La cuestión es que Denniston y Knox volvieron a Londres diciendo que los polacos no sabían nada útil.

En marzo de 1939, Chamberlain acusó a Hitler de incumplir el tratado de Munich, ya que acababa de invadir el resto de Checoslovaquia repartiéndosela con Hungría. Hitler respondió amenazando a Polonia si no le entregaba Danzig y le dejaba construir tres autopistas y una línea férrea a través del pasillo. Venía diciendo lo mismo desde hacía meses, pero esta vez acompañó las declaraciones con un desfile militar gigantesco para celebrar su cumpleaños. El gobierno polaco le contestó que sólo mediante la guerra les arrancaría esas concesiones. Inglaterra y Francia firmaron un pacto con Polonia e intentaron que se les uniera Rusia. En Agosto, Rusia y Alemania firmaron un pacto para repartirse Polonia.

En BP una brigada de operarios aprestaban la mansión, mientras el CQ&GS volvía a ocuparla. A medida que los servicios secretos daban a más y más personas las malas noticias sobre la tía Flo, los “dones” -como se llamaba a los profesores universitarios- fueron aterrizando “como palomas mensajeras”, a decir de De Grey, el veterano de la Sala 40 que había descifrado el telegrama Zimmerman más de 20 años antes.

El chef del Savoy había regresado y los criptógrafos paseaban por los jardines en el dorado final de ese segundo verano en la mansión. Por la tarde organizaban partidas de rounders, que es el verdadero antecedente del béisbol. Usaban como bate un palo de escoba y hacían gala de una gran deportividad, discutiendo con formalidad de debate académico las dudas del juego. “Yo creo que la pelota quedó más
allá de la conífera”. “Pero fíjate que no ha llegado hasta la línea que forma con la caducifolia”. Los buenos tiempos del año anterior parecían haber regresado y la partida de caza del Capitán Ridley se disponía a disfrutar de otra falsa alarma, aunque esta vez todo el mundo estaba de acuerdo en que las nubes eran ciertamente mucho más negras.

A medida que el pulso diplomático entre Alemania y Polonia se hacía más tenso, los criptoanalistas empezaron a hacer turnos nocturnos, que consistían en dormir en hamacas en la propia mansión en lugar de volver a sus alojamientos. A pesar de que todos los periódicos daban la invasión de Polonia como inminente, los criptoanalistas no veían en los mensajes interceptados signos evidentes de que estuviera tan cerca. De hecho no veían nada. Una mañana, Josh Cooper, responsable de los mensajes de la fuerza aérea alemana (aunque no podía entender ni uno) estaba desayunando con Menzies, mano derecha de Sinclair, en el comedor de Bletchley Park. Con una sonrisa, le preguntó “¿Una noche tranquila?”. Menzies le miró sombríamente y le contestó : “Ha habido fuertes combates durante toda la noche en la frontera polaca”. Alguien dijo, “Venderemos a los polacos como vendimos a los checos” y todo el mundo siguió desayunando en silencio, sumido en negros pensamientos. Era el primero de Septiembre de 1939.

Chamberlain lanzó su ultimátum de tres días, Hitler lo ignoró y los criptógrafos escucharon por radio la alocución del primer ministro : “Es mi penoso deber informar que, habiendo expirado el ultimátum (dado a Alemania para que anuncie su retirada de Polonia) sin haber recibido noticia alguna de su gobierno, nos encontramos en guerra con ese país”. La hora había llegado, y a pesar de haber interceptado una inmensa cantidad de mensajes, no habían sido capaces de anticiparla ni en un minuto. No era un comienzo prometedor.
En Londres, el gobierno de Chamberlain estaba en apuros. Después de vender a la opinión pública durante tres años que existía una forma de evitar la guerra, ahora la enfrentaba a la dura realidad. Todas las renuncias a la ética y al amor propio realizadas durante esos años habían sido inútiles, y una vez despojadas de su supuesta efectividad resultaban penosas y vergonzantes. Los periódicos atacaban las decisiones que en su momento habían aplaudido y se acordaban de los austríacos y los checoslovacos, entregados inútilmente para apaciguar a la bestia, o nombraban la república española, donde Chamberlain había dejado intervenir a Hitler y Mussolini hasta el punto de que ésta se había tenido que volver hacia Stalin para encontrar alguna ayuda…

El tres de Septiembre de 1939, el día de la alocución radiofónica, el Parlamento fue convocado para una sesión de urgencia esa misma tarde. Desde que había vuelto de Munich con su famoso papel, Chamberlain había estado soportando discursos de los partidos de oposición acusándole de haber traicionado todos los principios morales y éstos habían arreciado cuando Hitler invadió el resto de Checoslovaquia. Esa tarde, con la declaración de guerra sobre la mesa, era probable que el gobierno sufriese una embestida en toda regla o incluso una moción de censura puesto que ni en las filas de su partido se consideraba que Chamberlain pudiera seguir después de una serie tan garrafal de errores de cálculo. Pero en medio de su desesperación personal, seguía siendo un político y tenía en la manga una carta que jugar. Iba a ofrecer un ministerio a alguien de su partido que a pesar de eso también era su crítico más feroz.

No era un personaje popular, y durante los muchos años que llevaba sin ser ni siquiera ministro, había aburrido a todo el mundo de su retórica grandilocuente, más propia de un personaje de Shakespeare que de un político moderno. Le habían oído defender la invasión de la Rusia bolchevique, pedir el estado de sitio durante una huelga general, preguntarse por qué el Gobernador General de la India recibía a un “abogado de tercera vestido de faquir” (con motivo de la visita a éste de Ghandi) y una innumerable colección de disparates más, que habían hecho recordar a todos las excentricidades “de su pobre padre”.

Su “pobre padre”, como decían en voz baja en los clubs de Londres, había sido un populista de derechas cuya aportación a la política había sido darse cuenta de que el otorgamiento continuo a más y más personas del derecho de voto no implicaba que ganaría siempre la izquierda, porque las personas realmente pobres solían ser en esa época muy religiosas y conservadoras, por lo que podían ser usadas en las elecciones contra los intelectuales de clase media, que eran mucho menos numerosos. En su vida privada fue un playboy, que finalmente se casó con la “mujer más bella de Europa”, a decir de alguien tan poco dado al lirismo como Bismark.

Después de una vida muy intensa, murió joven. A su muerte, su mujer decidió que el hijo pequeño -que nunca había despuntado en el colegio, sino más bien al contrario- se dedicaría a la política como su padre. Siguiendo el canon victoriano, inspirado en la lectura de los clásicos, el joven Winston fue enrolado en el ejército para conocer mundo y adquirir un pasado. Desde el primer momento le gustó la vida milita,r con sus largos periodos de inactividad que usaba para leer febrilmente todo lo que conseguía que le enviaran, desde “La Decadencia del Imperio Romano” de Gibbons hasta “El Origen de las Especies “de Darwin, pasando por Schopenauer, Malthus, Stuart Mill, manuales de política económica y la Historia Moral de Europa de Lecky, junto con las fuentes clásicas de la historiografía de las guerras napoleónicas: Fortescue, Oman y sobre todo Napier.

Su madre era hasta cierto punto una persona influyente, ya que conocía a todos los políticos compañeros de su marido. Su labor incesante siempre estuvo destinada a que lo enviaran al centro de la acción en cuanto un solo tiro se disparase en algún rincón del Imperio. Después de participar en varias misiones que terminaron en victorias sin disparar un tiro, fue enviado dentro de un pequeñísimo ejército a sofocar una rebelión en la frontera noroeste del Raj (es decir, en la actual frontera de Pakistán con Afganistán), donde la posesión inglesa se diluía en una nube dispersa de clanes con diferentes grados de alianza entre sí y con el Imperio.

En “La Frontera” (como se la llamaba habitualmente), habitaban los Pashtún, feroces jinetes, medio pastores medio bandoleros, que habían sembrado el terror en las rutas del Hindu Kush durante un milenio. Ahora habían decidido echar los dados una vez más para sacudirse el dominio de aquella reina que habitaba un país tan lejano que nadie sabía dónde estaba en realidad. Conocedores del abrupto terreno, y armados con las mismas armas que los ingleses (compradas de contrabando con dinero del Zar), dejaron de pagar el tributo. El Gobernador General de la India decidió darles un escarmiento inmediato, antes de que se pr
opagase el ejemplo.

El joven Winston estaba tan ansioso por entrar en combate que cabalgaba siempre una milla por delante de su batallón mientras se adentraban en los valles de las primeras estribaciones del Himalaya. Cuando ya casi llegaban a la zona de la insurrección, al ver a los guías que esperaban en una curva montados en sus caballos, cargó contra ellos con la pistola en la mano tomándolos por rebeldes. Fue recibido con grandes carcajadas, ya que su cabalgada impresionó poco a aquellos encallecidos mercenarios.

Pero pronto aprendieron a respetarlo, viendo el valor y sangre fría que desplegaba en combate. Sus ojos siempre miraban al enemigo, anticipando sus movimientos con misteriosa precisión y leyendo el terreno como un veterano. Durante las acciones, los soldados que ocupaban las posiciones de vanguardia se acostumbraron a recibir sus visitas a caballo, con las balas de los pashtunes silbando a su alrededor, para indicarles erguido sobre la silla, a la manera de los generales de Wellington, una dirección de avance o una posición más fuerte a la que replegarse. Muchos días terminaba la jornada escribiendo a su madre largas cartas, en las que le contaba sus impresiones y el número de hombres que había matado. Sobre su desprecio al peligro durante los paseos a caballo le escribió : “Si una bala es lo que el Destino me tiene reservado, ¿qué forma más galante puede haber de recibirla?”

En 1898 su madre consiguió que fuera enviado con la fuerza expedicionaria de Kitchener, el conquistador de Egipto, que partía de la estación Victoria para destruir el reino derviche en Sudán y tomar posesión para el Imperio. Los derviches eran un grupo de iluminados que había levantado un ejército de fanáticos suicidas cuya mayor hazaña había sido la toma de Khartum, capital de Sudán, donde trece años antes habían exterminado un ejército al mando del general Gordon. Desde entonces su reino a orillas del alto Nilo había bloqueado la comunicación entre Egipto y el Africa austral inglesa que, tras la derrota de los zulúes, iba desde El Cabo hasta la región de los Grandes Lagos donde nace ese río.

Después de remontar el Nilo hasta las cataratas en barcos de paletas, en una marcha agotadora a través del desierto, alcanzaron las afueras de Ombdurmán. En Ombdurmán, prisión supuesta de uno de los protagonistas de “Las cuatro plumas”, el reino derviche tenía la tumba sagrada de su fundador y allí se aprestaban 60.000 seguidores de la secta a ganarse el paraíso, enviando ingleses a donde quiera que éstos fueran una vez muertos.

Winston formaba parte de la caballería y realizaba tareas de reconocimiento donde su temeridad encontraba terreno abonado. Sin ir más lejos, la propia mañana de la batalla, Kitchener, que aún no le conocía más que de vista, tuvo que enviar a buscar varias veces al subteniente Churchill que se empeñaba en permanecer a pocos cientos de metros del enemigo. Aunque obedecía, al cabo de un rato ya volvía a estar en el mismo lugar. Sólo se retiró definitivamente cuando unos 20.000 derviches, gritando consignas y tocando tambores, corrían hacia él.

Poco después, el 21 de Lanceros, su regimiento, participó un una acción durante la que se produjeron la mayor parte de bajas inglesas del día. Cuatro escuadrones en línea cargaron sobre un grupo de 300 derviches para despejar el flanco izquierdo, sin darse cuenta de que un cauce seco ocultaba a varios millares. Cuando los vieron, en lugar de retroceder, cargaron sobre ellos. Después de un choque extremadamente violento contra la masa de guerreros, se abrieron paso hasta el otro lado, formaron y cargaron otra vez en dirección contraria atravesándola nuevamente. Después bajaron del caballo y acribillaron con varias disciplinadas descargas de fusilería a los derviches supervivientes hasta tomar posesión del terreno. Churchill recordaría toda su vida con nostalgia el tintinear de los herrajes sobre el fondo atronador de los cascos durante la carga y la explosión de adrenalina cuando se defendía con sable y pistola de los derviches que intentaban alancear su caballo o tirarlo de la silla.

Aparte de este momento de emoción la batalla fue una masacre sistemática en la que perecieron casi todos los indígenas (56.000). Los ingleses, muchísimo menos numerosos, formaron las mismas líneas rojas (esta vez caquis) que habían terminado con Napoleón en Waterloo setenta años antes. Incapaces de coordinarse unas con otras con precisión suficiente, para atacar desde dos lados a la vez, las oleadas de derviches nunca lograron caer sobre ellas desde ninguna otra dirección que no fuera la línea de fuego y nunca llegaron a tocarlas.

Después de su primera campaña había escrito un libro sobre su experiencia y las circunstancias de la política inglesa en la zona, que fue muy bien recibido por su prosa elegante y su serenidad de juicio, insólita en una persona tan joven. Al volver a Londres desde el Sudán escribió un nuevo libro que tuvo aún más éxito y le abrió las páginas de los periódico,s que se peleaban cartera en mano por los artículos donde narraba sus aventuras en primera persona.

Al igual que en el primer libro, en el segundo usaba un lenguaje muy mordaz para con el ejército. Criticó ácidamente a Kitchener por “su falta de caballerosidad” al haber rematado a todos los heridos indígenas en Ombdurmán y haber además profanado la tumba del fundador de la secta para llevar su cabeza a Londres, como venganza porque éste había cortado y conservado en aceite la de Gordon.

Si su primer libro no había caído bien en los cuarteles, el segundo le reportó la hostilidad abierta del ejército, que decidió enviarlo a un puesto tranquilo en las calurosas llanuras de la India para que reflexionase sobre la disciplina. Este destino no gustó nada a Churchill, que empezó a pensar en dejar la vida militar para poder vivir aventuras, a las que ahora era un adicto. Además, en esa época los oficiales de caballería se pagaban el caballo y la manutención, por lo que le costaba dos fortunas seguir en los húsares: una la que gastaba y otra la que dejaba de ganar al no poder escribir más regularmente.

En 1902, convencido por el director de un periódico que le hizo una oferta irresistible, renunció a su carrera militar y se fue de corresponsal a la guerra de los Boers que acababa de estallar. Un día, mientras viajaba como corresponsal en un tren blindado por el Transvaal, éste cayó en una emboscada. Churchill tomó el mando de los soldados que había a bordo y defendió un vagón descarrilado durante horas para cubrir la retirada del resto del tren. Capturado finalmente por los asaltantes, se fugó de la prisión cuando iba a ser fusilado por luchar sin uniforme. Logró salir del país boer llegando a Londres como un héroe. En la Estación Victoria le esperaba una multitud de periodistas y curiosos a la que relató su epopeya subido en una caja. La gente estaba electrizada mientras Churchill les hablaba con frases largas y equilibradas, mezclando sabiamente pasión y descripción.

Con la ayuda de las portadas de la prensa, ahora era la persona más po
pular de Inglaterra, un personaje legendario de la talla de los Héctor y los Aquiles, tan queridos por los victorianos. En una guerra que estaba siendo un fracaso, ya que un puñado de granjeros asestaban golpe tras golpe a los hasta entonces invictos ejércitos ingleses, para la opinión pública Churchill representaba los verdaderos valores de Inglaterra mejor que los generales estúpidos que lanzaban a sus hombres a una desgracia tras otra. Todos recordaron que descendía por línea directa de Malborough, el más grande guerrero inglés.

Le ofrecieron presentarse como diputado y aceptó, aunque sólo consiguió su escaño al segundo intento. En el parlamento destacó enseguida por su estilo, que combinaba eficazmente la pedagogía reposada con los finales contundentes. Partidario fanático de todas las causas a las que se apuntaba, fue nombrado ministro sin cartera en el primer gobierno Liberal, gracias a que se cambió de partido, dejando el Conservador, con el que había conseguido su escaño. Luego fue ministro del Interior, de Economía y finalmente de Marina en 1912 con sólo 37 años de edad.

Allí pudo mostrar realmente su excelencia. Trabajador organizado e incansable, Churchill puso en pie la flota inglesa recorriendo todos los puertos y convirtiéndose en un experto en cualquier técnica implicada, desde la maniobra en combate hasta la fabricación de acorazados. La marina de guerra llevaba más de cuarenta años de evolución vertiginosa desde que se había botado el primer barco sin velas. En 1912, los motores de turbina, las aleaciones especiales y los nuevos diseños de cascos, habían dado lugar a acorazados que podían enviar cada minuto doce proyectiles de media tonelada más allá del horizonte mientras se desplazaban a la velocidad de una lancha de esquí acuático actual.

Mucho de todo esto se debía al almirante Fisher, a quien Churchill nombró comandante de la flota a pesar de que su mal carácter le había enemistado con todo el mundo. Alemania por su parte tenía barcos con cañones más pequeños pero blindajes más resistentes y su flota era famosa por las ópticas tan perfectas que montaba, producto de la fábrica Carl Zeiss de Iena. Estaba intentado amenazar la supremacía naval británica gracias a su poderosa industria del acero y su proverbial habilidad para la ingeniería. Churchill y Fisher se aseguraron de que no lo consiguiera. Cuando estalló la Gran Guerra, los barcos alemanes permanecieron cuidadosamente en sus puertos para evitar el encuentro con la flota inglesa.

Churchill sin embargo no se quedó quieto. En un gabinete de políticos profesionales, él y su viejo conocido Kitchener, que ahora era ministro de la Guerra, eran el alma de las decisiones militares. Después de cuatro semanas de ofensiva, los alemanes estaban barriendo Bélgica, a la vez que su tenaza envolvía a los franceses y amenazaba París. En Amberes el gobierno y el rey belgas consideraban la rendición, a pesar de que la ciudad parecía segura porque estaba fortificada con varios anillos de fuertes de hormigón. Churchill convenció al resto del gabinete para que le dejasen ir a persuadirles para que no se rindiesen.

Al llegar a Amberes tomó el mando con el subterfugio de decir que pronto llegarían unos enormes refuerzos ingleses. De momento había hecho enviar dos brigadas de Royal Marines, que eran la única infantería que tenía bajo su mando. Durante una semana dirigió al ejército belga y a sus propios Marines contra los intentos alemanes de abrir brecha mediante bombardeo pesado con morteros gigantes transportados en vagones de tren. Un periodista italiano escribiría más tarde que asomando las narices desde un búnker había visto su silueta al descubierto “fumando un puro y mirando hacia el enemigo mientras estudiaba la situación bajo los silbidos de la metralla de las granadas que explotaban alrededor”. Londres no le dio refuerzos. Tampoco le dio -como pedía- el mando sobre todas las fuerzas inglesas en Bélgica, porque el grado con el que había abandonado el ejército era el de teniente y si se hubiese atendido su petición, habría mandado sobre varios generales.

Al final Amberes resultó imposible de defender ante el ataque de un mortero concreto de calibre especialmente monstruoso, que destruía fuertes con paredes de cinco metros de grosor de un solo tiro. Los belgas decidieron rendirse en vista de que no aparecía refuerzo alguno, y Churchill escapó a Inglaterra. En cierto sentido había salvado al ejército inglés ,ya que la resistencia de Amberes una semana más de lo esperable le había permitido reagruparse en torno a Ypres, donde se atrincheró. Sin embargo, al llegar a Londres se encontró con la crítica de todo el mundo. Se le reprocharon las bajas de los Royal Marines y se le reprochó la locura de un ministro de Marina inglés metido a dirigir infantería extranjera. Unos pocos partidarios alabaron el espíritu “wellingtoniano” de su aventura. ¿Existía alguien más que pudiera convencer a un gobierno extranjero para que le entregase el mando de todas las operaciones militares? ¿Tenía el primer ministro Asquith el empuje que hace falta para ganar una guerra? ¿Y si Inglaterra seguía el consejo implícito de los belgas?

Asquith recibió a Churchill en actitud de perdonarle “a pesar de todo”. Le confirmó generosamente en su puesto de ministro de Marina y le aconsejó que moderase sus impulsos ya que su carrera política peligraba si persistía en hacer excentricidades de ese calibre. Así que Churchill volvió a dedicarse a la marina.
Gracias a la Sala 40, Churchill podía leer todos los mensajes enemigos. Se pasaba allí muchas horas de madrugada estudiando la información obtenida. Muchas cartas marinas, con localizaciones de barcos y submarinos enemigos, llevan comentarios con su firma, como prueba de que había estudiado el caso y recomendaba que se atendiera la localización como cierta. Ésa era su forma de mirar qué sucedía “al otro lado de la colina”, como contestó Wellington a un subordinado que le preguntó dónde estaban sus pensamientos un mediodía que miraba ensimismado hacia el monte de Azán desde Las Torres, al sur de Salamanca…

En Octubre de 1914, cuando la guerra rugía en Europa desde hacía tres meses, barcos alemanes, utilizando bases turcas, atacaron puertos rusos en el mar Negro, causando varias masacres de civiles. El gobierno inglés pidió que los barcos se retiraran, puesto que Rusia era una aliada de Inglaterra y, como los turcos no hicieron nada, les declararon la guerra. El mismo día, y para que no quedase todo en retórica, Churchill envió desde Chipre tres barcos a bombardear los fuertes en la boca del estrecho de los Dardanelos, que comunica el Mediterráneo con el mar Negro. Un tiro de fortuna cayó en el arsenal del fuerte más importante y todos sus cañones quedaron inutilizados. Los barcos se retiraron, puesto que sólo habían ido a hacer un gesto, pero en Londres quedó la idea de que esos fuertes eran vulnerables. Poco a poco, fue madurando el concepto de derrotar al Imperio Otomano y tomar a los Imperios Centrales por la retaguardia. Churchill se hizo entusiasta de la
idea, ya que encajaba con su romanticismo conquistar Constantinopla, seguir la ruta de los Argonautas por la costa del mar Negro y remontar el valle del Danubio hacia Viena (aparte de quedarse con todas las posesiones del Imperio Turco).

Constantinopla estaba al otro lado de un pequeño mar, llamado Mar de Mármara. Para acceder a ese mar desde el Mediterráneo hay que recorrer un pasillo de agua de sólo un kilómetro de ancho y unos treinta de largo, llamado Estrecho de los Dardanelos. El plan de Churchill fue sugerido por el comandante sobre el terreno y era que una cortina de pequeños barcos quitara las innumerables minas que cerraban el pasillo mientras una flota de grandes acorazados se batía con los fuertes de las orillas para protegerlos. Churchill quería enviar tropas terrestres que desembarcaran por sorpresa y apoyaran a la flota, pero Kitchener le dijo que no hacían falta. El 16 de Febrero de 1915, una flota inglesa penetró en los estrechos, recibiendo fuego a bocajarro desde los dos lados y devolviéndolo con igual saña. Pronto se vio que los fuertes eran muy difíciles de destruir y que los dragaminas no podían trabajar correctamente bajo el fuego continuo. Varias minas olvidadas por la primera línea dañaron buques de la escolta y la flota se retiró. Dos intentos más cosecharon parecido resultado.

Perdido el factor sorpresa, Churchill desestimó los desembarcos y ordenó que se intentase otra vez un ataque puramente naval, esta vez con más medios y más sistemático ya que no era cuestión de ir deprisa sino de limpiar bien. Si se acumulaban barcos suficientes, la potencia de fuego sería tan brutal que las orillas quedarían planchadas. Desgraciadamente, sus subordinados y Fisher a la cabeza, no deseaban arriesgar sus queridos barcos en aquellos duelos a bocajarro en un canal lleno de minas. Le dijeron que era un disparate y que debían lanzarse desembarcos terrestres de forma inmediata para neutralizar los fuertes y sobre todo las baterías móviles, que cambiaban de emplazamiento cuando el fuego de los barcos empezaba a precisarlas.

El primer ministro Asquith y Kitchener estaban de acuerdo. Churchill al principio no lo aceptaba y pensó en dimitir. Finalmente se convirtió en un ardiente defensor del plan, en parte porque deseaba luchar en las llanuras que rodean Troya y desembarcar su infantería en el mismo lugar en que habían varado sus barcos los aqueos. Sin embargo Kitchener decidió desembarcar en el lado europeo, donde una estrecha península prometía una buena posición que defender, algo más fácil que conquistar toda el Asia Menor, como parecía ser el plan de Churchill.

Sería largo detallar los fallos innumerables de la operación provocados por la lentitud del ejército de tierra en desplegarse y la mala suerte que hizo que el desembarco crítico se hiciera en un lugar equivocado. que obligó a los soldados australianos a salir literalmente escalando desde una pequeña cala. Un coronel llamado Kemal Ataturk labró su fama tomando las alturas de la península objetivo y defendiéndolas hasta que fue reforzado. La operación se convirtió en una guerra de trincheras aún más desesperada que la de los campos europeos, porque el escenario era un laberinto de rocas batido por el viento y el sol. La infantería se desangró en cargas suicidas cuesta arriba entre los riscos implacables de la península de Gallipoli, sin alcanzar en toda la campaña los objetivos marcados para el primer día. Un nuevo desembarco en otro punto sufrió la misma suerte, porque fue ejecutado aún peor. En total, cayeron 300 000 soldados, en 6 meses de intentos vanos de progresar sin conseguir absolutamente nada.

Mientras el escándalo crecía en la opinión pública inglesa ante la masacre, los cenáculos políticos de Londres fueron elaborando un consenso sobre la culpabilidad de Churchill en el sangriento fracaso. Kitchener y Asquith vieron eso como la mejor forma de salir airosos. Fisher, que había tenido la idea, dimitió para eludir las culpas, diciendo que él quería retirar las tropas, y se fue a Escocia para eludir también a la prensa.

Cuando Churchill fue a presentar a Asquith el nombre del sustituto de Fisher, Asquith le dijo que el que estaba fuera era él. Los periódicos y los conservadores -que nunca le habían perdonado el cambio de partido- le atacaron con virulencia y saludaron su salida del gobierno, a la vez que deploraban que no se le hubiese echado por su locura de Amberes. Se formó una comisión parlamentaria de investigación en la que estaban sus peores enemigos y cuyo objetivo específico era crucificarle.

En medio del desprecio de todo el mundo y de la ira de la opinión pública, Asquith le ofreció un retiro dorado y una buena pensión. Churchill pidió que le enviasen como general de División a Francia. Sorprendentemente Kitchener aceptó, aunque sólo le concedió el rango de Teniente Coronel al mando de un batallón. Churchill se puso el uniforme y partió hacia el frente, entre las sonrisas de burla tanto de sus compañeros del partido liberal como de los conservadores. Esta vez su madre estaba horrorizada y trató de convencerle para que no lo hiciera.

Al llegar fue acogido con una cierta desconfianza por los veteranos, aunque ésta desapareció al anunciar que pensaba dormir en un refugio en primera línea. Hizo un discurso declarando la guerra a las pulgas y se lanzó a estudiar las trincheras de su sector, ordenando cambios de configuración y nuevos emplazamientos para las ametralladoras, que el ojo crítico de los soldados juzgó mucho mejores que los actuales. En pocos meses era el oficial más popular desde Suiza hasta el mar.

Los soldados adoraban su forma de despreciar el peligro. Cuando sonaba un mortero de trinchera, miraba hacia las líneas alemanas hasta que veía la bala volando, calculaba el lugar de impacto y apartaba a los soldados del lugar antes de tirarse al suelo. En la tierra de nadie se movía como en su casa y señalaba los cráteres nuevos a los centinelas, ara indicarles que podían ser un buen refugio para una descubierta o un peligro potencial de infiltración del enemigo. Tenía instinto para buscar los lugares de sombra de las ametralladoras enemigas y cualquiera que estuviese con él sabía que tendría una opción razonable de salir vivo.

Muchas noches, en una pequeña granja medio derruida, invitaba a Oporto a sus subordinados, mientras intentaban jugar a cartas con el polvo cayendo del techo en cada explosión. Nunca sufrió ni un rasguño, aunque una vez un trozo de metralla destrozó un candil que sostenía en su mano y otra vez, en que se había ausentado de su puesto, un obús destruyó completamente el refugio, cayendo a un metro escaso de donde él había estado sentado veinte minutos antes. A pesar de todo, se daba cuenta que aquella guerra era otra masacre sin esperanza y que seguía vivo porque en su sector no había grandes ofensivas. Sus cartas de esa época reflejan tristeza por la vida de los soldados, siempre pendiente de un hilo. Escribió a su mujer que “no importan los planes que hagamos porque el Destino escoge dónde va a caer el siguiente obús. Al fin y al cabo en la guerra sólo se puede morir una vez, mientras que en política se muere muchas&rdqu
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En Londres, la comisión parlamentaria sobre los Dardanelos avanzaba en sus trabajos, tejiendo una red de culpabilidad a su alrededor. Su mujer y los pocos amigos que le quedaban le instaban a volver y consideraban que había decidido suicidarse. Cuando llevaba seis meses en el frente, sus subordinados empezaron a enfadarse porque no le ascendían. Él se encogía de hombros y les decía que “no era su ambición mandar a nadie más que a los mejores”, puesto que ni siquiera allí le faltaba retórica. En visitas esporádicas a la retaguardia vio cómo vivían los generales en medio del lujo y rodeados de mapas. Cada vez que alguien le preguntó -y de hecho incluso sin que lo hicieran- dijo que la infantería no podía cruzar la tierra de nadie y que tantos como se enviasen tantos morirían. En la ofensiva del Somme murieron 50 000 la primera tarde y 600 000 en apenas un mes sin lograr nada destacable.

Durante un permiso en Londres cambió súbitamente de idea. Su deber era impedir que todos aquellos hombres murieran como conejos y quitar la guerra de las manos de incompetentes pomposos que jamás podrían conseguir nada más que un sangriento empate o una dolorosa derrota. Habló con Kitchener y le dijo que quería la baja del servicio porque quería volver al Parlamento, donde aún conservaba su escaño. Kitchener no pudo negarse y al día siguiente Churchill se presentó en Wetminster con su sombrero de copa. Durante las semanas siguientes, en discursos atronadores criticó toda la organización de la guerra, desde la política de ascensos que relegaba a los que luchaban en el barro frente a los que vivían en los “chateaus”, hasta la organización de los ataques frontales en masa, que convertían en carne picada a divisiones enteras a cambio de cuarenta metros de avance. Abogó por algún tipo de “medio mecánico que ponga la ciencia al servicio de la victoria” y concretamente habló de “pequeños acorazados” sobre orugas que cruzasen invulnerables la tierra de nadie en grupos enormes para conseguir la añorada ruptura. Todo el tiempo libre lo dedicaba a preparar su defensa contra la comisión de los Dardanelos, mediante un ataque frontal y sin cuartel a Asquith y Kitchener.

Asquith le había dicho que al irse a las trincheras había cometido un suicidio político y que ya no importaba lo que hiciera a partir de ese momento. Churchill sin embargo había reunido una enorme evidencia documental sobre lo que realmente había pasado en los Dardanelos y estaba ávido por tener a Kitchener en el punto de mira y apretar el gatillo. Pero cuando todo Londres se preparaba para la memorable sesión en la que Churchill le habría sin duda destrozado, Kitchener se ahogó en un barco de guerra que chocó con una mina. En medio del duelo se suspendió la sesión. La comisión parlamentaria anunció que se disolvería por respeto a los muertos. Tuvo que ser Churchill el que insistiera en que debían presentar su informe y estudiar toda la documentación que había preparado. La evidencia en esa documentación era tan irrebatible que, cuando se publicaron las conclusiones, seguían más o menos las tesis de Churchill, pero lo hacían de una forma tan neutra que sólo unos pocos entendieron que era una rectificación. Su reputación pública apenas mejoró.

Churchill se retiró del primer plano y se dedicó a la pintura, para la que resultó estar bastante bien dotado para ser un simple amateur sin más ambición que la de pensar en otra cosa. Poco a poco su nombre se fue olvidando. Al cabo de dos años y ante el desastre catastrófico que estaba siendo la guerra, el gobierno de Asquith cayó y un antiguo compañero de Churchill en el partido Liberal, Lloyd George, formó un gobierno de coalición. Estuvo humillando a Churchill durante semanas tentándole con puestos que luego no le ofrecía y al final le dio un cargo menor como Ministro de Armamento, sin derecho a participar en las reuniones secretas del gabinete de Guerra. Churchill no protestó sino que se volcó en su trabajo, que le permitía continuas visitas al frente, donde tenía costumbre de llegar hasta la primera línea. Consiguió que se fabricaran tanques en gran cantidad, aunque no logró que se usaran de la forma correcta. Sus comentarios sobre la deficiente dirección de la guerra hicieron que un general le dijera: “Usted fabrique las municiones y no se meta en cómo las usamos”.

Después de la guerra, Churchill formó parte de algunos gobiernos más, pero su actitud disidente y combativa le había creado demasiados enemigos. Cuando un general Ruso Blanco que él había dicho que debía ser apoyado sufrió una gran derrota, los fantasmas de Amberes y los Dardanelos flotaron sobre su cabeza. Su estrella se fue apagando y finalmente dejaron de ofrecerle ministerios. Se cambió otra vez de partido y se convirtió en un solitario, que desde las últimas filas del parlamento clamaba por causas que nadie compartía. La segunda mitad de los años 30 la dedicó a insultar a Hitler y a exigir un comportamiento agresivo con Alemania, pero como siempre había pedido un comportamiento agresivo en todos los casos, nadie le dio mayor importancia. Pronto se jubilaría y quedarían libres de sus jeremiadas. Probablemente eso mismo pensaba él.

Pero en Septiembre de 1939 Chamberlain necesitaba un golpe de efecto para salvar su gobierno. Desde la conquista por Hitler del resto de Checoslovaquia una parte de la prensa había estado rememorando la ajada leyenda de Churchill y estableciendo el hecho cierto de que ningún político era más experto en guerras que él. Chamberlain, decían, era un hábil estratega de despachos, pero su malicia no podía competir con la brutalidad de Hitler. Así que Chamberlain llamó a Churchill y le dijo que le nombraría ministro de Marina otra vez, 23 años después de su deshonrosa destitución. De esa forma neutralizaba su crítico más feroz, a la vez que demostraba su voluntad de luchar. Churchill no especuló ni maniobró, sino que se puso a sus órdenes al momento. Esa noche, el Almirantazgo, para mostrar su júbilo, envió cablegramas a todos los barcos de la flota con el mensaje “Winston ha vuelto”. Volvían los buenos viejos tiempos.

Pero los tiempos habían cambiado mucho. A los pocas semanas de su nombramiento, Churchill visitó la base principal de la flota en Scapa Flor, donde a pesar de estar ya en guerra le dijeron que si todo iba bien tardarían seis meses más en estar en orden de batalla. No le gustó ver los barcos que él había mandado construir, porque ahora eran muy viejos al cabo de tantos años. Veinte años de desarme habían dejado su huella y la larga depresión económica aún había empeorado las cosas. Él también se sintió viejo en medio de tantas caras nuevas o viendo las de sus antiguos conocidos llenas de arrugas. Todo era como una revisitación del comienzo de la Gran Guerra, pero con esa sutil diferencia que convierte los sueños en pesadillas. En 1914 una flota perfectamente preparada y municionada miraba el futuro con optimismo. Ahora algo ominoso flotaba en el ambiente, mientras Churchill paseab
a por los muelles y las cubiertas llenas de óxido. Sobrecogido por la sensación de catástrofe, Churchill dijo al despedirse: “Los próximos días van a ser de gran peligro”.

Dos días después, el 14 de Octubre, tuvo que volver a Scapa Flow porque un submarino alemán se había infiltrado en la base hundiendo el Royal Oak, un acorazado de 30 000 Tm botado en 1916. Aquel barco había sido en su tiempo un orgullo para la marina inglesa y ahora era una vieja carraca hundida sin haber tenido oportunidad ni de salir del puerto. Recibió las noticias en su despacho con lágrimas en los ojos mientras musitaba “Pobres chicos, atrapados en esa oscuridad”. ¿Qué broma amarga del Destino era aquella que le obligaba a repetir la parte más gloriosa de su vida, pero esta vez como tragedia? ¿Por qué no le habían dejado cumplir con su deber cuando podía y no ahora que apenas sí era un viejo gruñón? ¿Le echarían otra vez del gobierno a patadas como chivo expiatorio de ese primer revés?
La declaración formal de guerra produjo el colapso final en la débil organización del GC&CS. El día tres de Septiembre de 1939 una multitud abigarrada de catedráticos y estudiantes de postgrado vagaba por la mansión dándose empujones. Nigel de Grey anotó en su diario que más que un regimiento recibiendo reclutas aquello parecía el primer día de colegio en un parvulario. Por las esquinas del antiguo comedor de la mansión, los recién llegados repasaban diccionarios de italiano y alemán a la espera de algo mejor que hacer, siempre procurando no levantarse de la silla, porque no había ni la mitad de las necesarias…

Sin embargo, algunos de los que estaban llegando sí que sabían lo que tenían entre manos. Frank Birch había estado en la Sala 40 y era un buen amigo de Knox. Era un hombre bajo y calvo que después de la guerra había compaginado una carrera académica con un gran exito como actor de comedia en los teatros de Londres. Había sido nombrado responsable de la subsección naval alemana y desde el primer día logró organizar un pequeño grupo que funcionaba de forma eficiente en una esquina de la antigua biblioteca. Aunque no podían leer los mensajes codificados con Enigma, sí que podían leer otros y llevaban un registro de las últimas posiciones conocidas de cada barco alemán, que envíaban periódicamente por teléfono al Almirantazgo.

Birch tenía además un gran don de gentes, que le permitía servir de enlace entre los veteranos y los recién llegados. Durante las primeras semanas de la guerra, un grupo solía reunirse cada noche para jugar al billar y beber cerveza en el pub Duncombe Arms. Asistían el propio Birch, Knox, De Grey y todos los que estaban alojados en las cercanías. Uno de los que se hizo habitual era un treintañero, bigotudo y fumador en pipa llamado Gordon Whelchman, profesor de matemáticas en el Sidney Susex College de Cambridge.

Whelchman se había incoporado el día 5 y fue dirigido a un edificio en la parte trasera de la mansión conocido como La Granja. Este edificio era la antigua casa del cochero y estaba situada consecuentemente junto a los establos. Cuando abrió la puerta vió a John Jeffreys, del Downing College, a quien conocía bien por haber socializado en Cambridge. Éste le presentó a los otros dos: Dyllwin Knox, del King’s College, y Alan Turing, también del King’s. Knox le dijo que debía estudiar los “indicadores” de todos los mensajes interceptados y clasificarlos. Le explicó rápidamente que el indicador era un trozo al principio del mensaje en el que se detallaba la estación de radio que lo enviaba, la que debía recibirlo, fecha y hora del original, una indicación de si estaba completo o era una parte, el número de caracteres y las indicaciones necesarias para descifrarlo que, como sabemos, en el caso de Enigma eran dos grupos de tres letras. Le comentó que los mensajes no se podían descifrar, pero que era importante que averiguase qué información se podía extraer de estos indicadores, que se enviaban en claro. Knox ordenó a su ayudante Kendrix, también cojo como él y que solía vestir pantalones llenos de quemaduras de ceniza, que le acompañase al edificio conocido como La Escuela, situado a media milla de la mansión. Sin más le despidió y el grupo siguió con sus misteriosas deliberaciones.

La Escuela era el colegio Elmers, que había sido confiscado ante los problemas de espacio en la mansión. A causa del desorden reinante, los primeros días Kendrix y Whelchman estaban solos en el edificio, que además sólo disponía de mobiliario infantil. Whelchman agradecía la hora de la comida, en la que podía ir a la mansión, así como las noches en el Duncombe, para aliviarse de tanta y tan incómoda soledad. Pero las horas que se pasó allí, frente a la pila amorfa de documentos recién llegados de las estaciones de intercepción, resultaron extremadamente fructíferas.

Cuando un operador de una estación de intercepción captaba un mensaje enemigo, procedía a rellenar a mano una pequeña ficha, en la que indicaba la fecha y hora de la escucha y la frecuencia de transmisión en Kilociclos. Debajo estaba el cuerpo del mensaje, también a mano y en muchos casos con lagunas donde se había perdido durante unos segundos la señal. Los primeros caracteres del cuerpo del mensaje eran el indicador y allí aprendió a distinguir los caracteres que nombraban las estaciones de envío y recepción implicadas. Parecía como si hubiera cientos de estaciones, pero que cada día trabajaran unas diferentes.

De su experiencia en investigación matemática antes de la guerra había sacado la conclusión de que, cuando uno no sabía qué hacer, lo mejor era empezar a trabajar sin pensar, así que él y Kendrix se lanzaron a elaborar listas interminables de mensajes que compartían estación de recepción o envío, detallando las frecuencias de intercepción. Al cabo de unos días Kendrix le dijo que le habían transferido a otra sección y se despidió, dejándole solo. Whelchman siguió por su cuenta. Muy pronto se dio cuenta de que las mismas estaciones emitían con diferentes nombres según el día. El estudio sistemático de mensajes rutinarios enviados a horas fijas le permitió identificar todos los nombres que cada estación podía usar, y pensó que debían seguir algún procedimiento para elegirlo cada mañana. En solo unos días tenía tan claros los patrones de transmisión que podía prever la frecuencia y horario de una gran parte de los mensajes.

Hay que hacer notar que era un estudio completamente abstracto y que, como no podía leer el cuerpo de los mensajes, no sabía si el que enviaba uno determinado era una regimiento acorazado o una cantina militar. Sin embargo sí que podía visualizar la topología de las redes alemanas, que mostraba claramente tres estructuras separadas, formadas por conjuntos de estaciones que sólo se comunicaban entre sí. Buscó por el colegio y encontró una caja de lápices
de colores para marcar los mensajes pertenecientes a cada red con una línea roja, verde o azul. Cada color representaba una red, pero también un uso común de claves sobre Enigma. A las pocas semanas de trabajo ya tenía clasificados e indexados todos los mensajes antiguos y cada mañana hacía lo mismo con los que llegaban. Conocía las estaciones al dedillo y sabía cuáles eran principales y cuáles secundarias, así como las frecuencias y horarios favoritos de cada una.

Travis, el segundo de Denniston, tenía noticia de los progresos fulminantes de Whelchman y estaba muy contento de que alguien hubiese encontrado la forma de clasificar los mensajes a gran escala y con tanto detalle, puesto que uno de los problemas que tenía era la avalancha de mensajes, que llegaban desde las estaciones de intercepción a centenares. Whelchman tenía algunas quejas sobre la recepción, porque las operadoras a veces confundían los indicadores de una forma que demostraba falta de familiaridad con su estructura. Creía que una explicación clara sobre el tema mejoraría mucho la recepción, así que le pidió que le dejara visitar la estación de intercepción de la que venían los mensajes. Travis se mostró entusiasmado pero le ordenó la máxima discreción, ya que se debía trabajar sobre el principio de que cada uno sólo supiera lo imprescindible para hacer su parte del trabajo.

Al día siguiente Whelchman salió de su hotel en dirección sur, en un coche del servicio secreto conducido por un chófer y con otro agente en el asiento del acompañante. Era su primer día de ocio desde que había llegado a Bletchley Park y se dispuso a disfrutar de un viaje que duraría varias horas. Cruzaron el Támesis aguas abajo de Londres, cerca de donde Conrad situó el comienzo de su novela «Lord Jim». Se dirigían a Chatham, famosa por sus astilleros, que habían abastecido de barcos a la Marina inglesa desde tiempo inmemorial.

En el siglo XVIII, durante la guerra en la que Inglaterra arrebató definitivamente a Holanda el dominio del comercio mundial, una pequeña flota holandesa había remontado el río Medway a través de los bancos de cieno, y después de incendiar los astilleros se había retirado sin una sola baja. Después de este episodio se procedió a construir y reparar docenas de fuertes, para proteger la zona tanto de una incursión como de un desembarco en fuerza para tomar la llanura al sur de Londres. Durante siglos, los fuertes se fueron construyendo, ampliando o abandonando según los vaivenes de la guerra y la paz en Europa.

A mediados del siglo XIX, a causa de un incidente en África por la posesión del poblado de Fashoda, pareció que se iría a la guerra contra Francia, con la consiguiente tanda de construcciones y remodelaciones. Bridgewoods fue uno de los últimos que se construyó. En esos años, se empezaba a volver al patrón de construcción de fuertes conocido desde el Renacimiento como “traza italiana”, abandonando el manierismo hipergeometrista en que había degenerado durante el siglo XVIII. Se trataba de fuertes poligonales de paredes inclinadas, con una gran plaza central que permitía abastecer de munición a todo el perímetro y maniobrar para reforzar los puntos amenazados.

El toque de modernidad en Bridgewood eran unos bastiones experimentales mucho más bajos y abiertos por detrás. Pero antes de que se terminara, se firmó la paz y se dejó tal como estaba. Welchman contempló el aspecto poco airoso de las gruesas murallas distribuidas aparentemente al azar y los terraplenes desgastados por la lluvia, a medio camino entre Vauban y un atrincheramiento de la Gran Guerra, todo ello abandonado durante cincuenta años a su suerte.

Después de un breve intercambio con los centinelas, el coche cruzó varias series de bastiones medio derruidos y entraron en el patio central, donde se alzaba un bosque de antenas convenientemente protegidas de miradas indiscretas. Se detuvo frente a uno de los edificios adosados a los lados, donde le recibió el Comandante Ellingworth, muy contento de que alguien se dignara visitarle. Hasta ese momento, había estado metiendo los mensajes en sacas sin tener ni idea de a dónde iban. La visita le indicaba que era un trabajo importante y que el celo con el que lo estaban llevando a cabo estaba justificado, aunque sobre el destino geográfico de los mensajes ni le hablaron ni preguntó.

Ellingworth mostró a Whelchman las antenas, que tenían diferentes formas según la longitud de onda para la que habían sido construidas. Whelchman le preguntó el alcance que tenían y Ellingworth le contestó que podían captar mensajes de todo el planeta. La onda corta rebota en las capas altas de la atmósfera y permite recibir ondas de radio de las antípodas. Amplificar una señal débil no es en sí ningún problema, pero como la estática también se amplifica, si la señal es débil apenas se puede distinguir del ruido de fondo sin mucha práctica y buen oído.

En unos barracones se alineaban de cara a la pared una docena de operadoras con pesados auriculares. Con una mano escribían y con la otra manejaban el sintonizador. La frecuencia varía un poco con la distancia y las condiciones atmosféricas, por lo que más que basarse en ésta para identificar a las estaciones alemanas, se basaban en su conocimiento de los horarios y sobre todo de la forma de teclear morse de cada operador alemán. Esto les permitía seguirlos aunque a veces se superpusieran dos en la misma frecuencia por la deriva. Whelchman escuchó sus explicaciones y comprobó sus listas de recepción, constatando que algunas frecuencias marcadas como diferentes por él eran en realidad la misma, pero recibida con distintos corrimientos según el dia. Se dio cuenta de que el patrón era más sencillo de lo que pensaba y la previsión más fácil, máxime cuando las operadoras podían estar seguras de que era la estación correcta gracias a la “firma” de cada operador. Este sistema tenía el inconveniente de que las operadoras tendían a centrarse en las redes que conocían, a pesar que todas habían oído otros mensajes y pensaban que podía haber más redes.

Después se reunió otra vez con Ellingworth y acordaron algunos cambios en el procedimiento. Como los mensajes no se podían decodificar y los indicadores eran lo importante, estos últimos se enviarían por télex lo más rápido posible, mientras que no se enviarían las sacas hasta que hubiese una gran cantidad que justificase un camión. Cada día se enviaría un registro completo de todas, que serviría de índice y comprobación. Cada mañana, cuando recibiera los indicadores, Whelchman identificaría las estaciones y llamaría por teléfono para coordinar las escuchas prioritarias del día. Las operadoras tendrían estaciones fijas asignadas y algunas escuchas de las redes conocidas se sacrificarían para poder buscar nuevas redes. Mientras volvía a Bletchley Park a través de la noche, la mente de Whelchman diseñaba un plan a gran escala de recepción, clasificación e interpretación de toda la información que pod
ían ofrecer los indicadores.

Gracias a las exploraciones de las operadoras de Chatham se descubrieron dos nuevas redes, que empezó a marcar con los colores marrón y naranja. Cada día enviaba un informe a la mansión, junto con un cuadro sinóptico de horas, frecuencias y estaciones. Con la gran cantidad de mensajes era un trabajo agotador. Travis tenía en gran estima su trabajo y le puso una ayudante, Patricia Newman, a la que pronto se sumó Peggy Taylor, con lo que el colegio pareció menos solitario. Esto también le dejó un poco de tiempo libre, que casi sin querer dedicó a estudiar el problema de Enigma como tal, aparte del análisis de tráfico en que se había concentrado hasta entonces.
En esto estaba cuando se presentó Josh Cooper, de la sección aérea. Era un hombre alto y muy amanerado, que llevaba en el servicio desde mediados de los años 20, cuando fue reclutado por su amigo Knox. Compartía con este último los momentos de ausencia, en los que estaba tan concentrado que apenas sí se daba cuenta de lo que hacía, cosa que le acarreaba situaciones embarazosas.

Un día, por ejemplo, estaba tomando una taza de té dentro de la mansión y tuvo una idea. Mientras le daba vueltas, salió al jardín y se alejó. Llegó hasta el lago y allí alguien le hizo notar que tenía una taza vacía en la mano, de la que seguía bebiendo sorbos. Cooper se sobresaltó como un sonámbulo despertado a destiempo, miró la taza y, sin encontrar ninguna forma mejor de reaccionar, la arrojó al lago. Abochornado aún más por un gesto tan absurdo, se alejó a grandes zancadas.

Cooper tenía motivos para abstraerse, ya que intentaba resolver mensajes de la Enigma militar usada por el ejército del aire alemán a base de rodding, y desde luego no tenía las cosas fáciles…

Con gran circunspección, Cooper le dijo que le acompañara a la mansión, donde le enseñaría algo. Una vez allí, le dejó acceder a una sala en la que había unos mensajes decodificados, sin decirle de dónde los habían sacado. Sí que comentó que provenían de una fuente sobre el terreno, y que a pesar de disponer de las parejas cifrado-texto en claro, esto no había hecho avanzar el método de descifrado ni aumentado su efectividad.

Whelchman se pasó varias horas estudiándolos, hasta que le invitaron a irse. Aunque no sabía mucho alemán, sacó dos conclusiones importantes. La primera fue que los alemanes eran muy ceremoniosos y siempre se dirigían unos a otros con los títulos completos de cada uno mediante fórmulas muy estereotipadas. Por tanto se podían sacar conclusiones de que ciertas palabras estarían en el texto si se había identificado al receptor, lo cual facilitaba ataques de “la palabra probable”. La segunda fue que siendo en su mayoría mensajes rutinarios, cada uno de ellos aportaba poca información, pero todos juntos permitían conocer el funcionamiento de cada unidad y de todas las fuerzas alemanas al detalle, de hecho con el mismo detalle que los mandos alemanes en sus cuarteles generales. Esos mensajes en concreto parecían antiguos, de tiempos de paz, pero no veía razón por la que las conclusiones no pudieran aplicarse también ahora.

Sería estimulante suponer que le especialidad de Whelchman en investigación de álgebras geométricas influyó en su aproximación inductiva al problema. En lugar de comenzar a aplicar la teoría de grupos, como había sido el reflejo de todos los matemáticos hasta ese momento, prefirió husmear por las configuraciones de Enigma con lo que los psicoanalistas llaman “curiosidad flotante”, es deci,r fijarse en lo que llama la atención sin concentrarse en nada predeterminado hasta estar seguro de que se va a morder algo sólido. Había una tipología muy llamativa, que después se llamó “de las hembras” como aliteración inglesa de la expresión usada originalmente por los polacos. Como Cooper le había dicho, los alemanes repetían la clave dos veces en el indicador, por lo que la primera letra y la cuarta, la segunda y la quinta y la tercera y la sexta, representaban la misma letra en claro. A veces estas letras eran iguales, es decir que el producto de la codificación de una letra determinada daba dos veces la misma letra en dos configuraciones de Enigma separadas por tres posiciones. Tras un mes y medio viendo indicadores sabía que no era una configuración insólita, pero tampoco tan habitual como para no fijarse cuando se veía una. Whelchman se interrogó sobre la probabilidad de ocurrencia de las hembras.

Una vez colocadas las ruedas, todas las posiciones de Enigma son consecutivas. Enigma es un sistema de codificación polialfabético, que para cada posición de las ruedas dispone de 17.576 alfabetos consecutivos. Para que se dé un resultado hembra hace falta que dos de estos alfabetos, separados entre sí por tres posiciones, compartan una pareja de transposiciones, es decir que los dos conviertan p.ej. la R en J. Esto es una limitación muy fuerte y Whelchman pensó que era una forma de identificar tanto el grupo de alfabetos usado (es decir la posición de las ruedas en los huecos) como el punto exacto en la sucesión de éstos en la que se había codificado la clave. Se interrogó sobre hasta qué punto eso era algo característico que facilitara el trabajo.

¿Cuál es la probabilidad de que dos alfabetos compartan alguna transposición? La probabilidad de cada transposición es 1/25, ya que cada letra puede estar asociada con cualquiera de las otras 25. Por causa del reflector, si A da G en un alfabeto, en ese mismo alfabeto G dará A, así que existen 13 transposiciones por alfabeto. Por tanto la probabilidad de que en dos alfabetos haya la misma transposición es de 13/25, o sea, más o menos ½. ¿Cuál es la probabilidad de que metamos justamente la letra que comparten? Es 1/13, ya que nuevamente la simetría de Enigma hace que si dos alfabetos dan un resultado hembra para una letra que se entre, también lo den si se introduce como entrada la letra cifrada que corresponde a ésta. Así que la probabilidad de que la primera y la cuarta letras sean la misma es 13/25 multiplicado por 1/13, es decir 1/25. Como la clave tiene tres letras, tenemos tres oportunidades y por tanto la probabilidad de obtener una hembra es de 3/25, aproximadamente un mensaje de cada ocho, más o menos lo que le indicaba su experiencia.

Lo que acababa de demostrar era que cada hembra sólo permitía descartar la mitad de los alfabetos de Enigma, por lo que la criba de posibilidades no había sido muy grande. Sin embargo se dio cuenta con estupefacción de que si dos alfabetos separados por tres posiciones daban una hembra, lo harían también (aunque con otras letras) aunque las letras en claro estuviesen afectadas por conectores del panel. Whelchman estaba muy sorprendido de haber encontrado algo no afectado por el maléfico panel, ya que esto dividía el problema por 200 billones. No olvidemos que el panel era lo que impedía el rodding de Knox, y que esto lo rodeaba de un cierto aura de invencibilidad.

Pero había encontrado algo más que eso. Muy pronto, y en medio de una gran agitación,
Whelchman concluyó que la aplicación de cribas sucesivas, cada una producto de una hembra en un mensaje diferente, eliminaría sucesivamente ½, 3/4, 7/8, 15/16, 31/32, etc… Es decir que los cien mensajes que fácilmente podía reunir en un día cualquiera, producirían 12 hembras de cada clave, que -todas juntas- reducirían las pruebas necesarias a 17.576/4.096. La conclusión era devastadora: si encontraba una forma de hacer el análisis deprisa, sólo harían falta 4 pruebas para cada una de las 60 posiciones de las ruedas. O sea, 240 pruebas al día en el peor de los casos para leer todo el tráfico alemán de esa red, en lugar de los miles de millones que se suponían necesarias. Por muchas vueltas que le dio al razonamiento, en medio de su propia incredulidad, no encontró ningún fallo.

Con un premio de ese tamaño al alcance, Whelchman afiló su lapiz y se aprestó a analizar todas las alternativas posibles para realizar la criba de mensajes con las hembras de una forma rápida, lo cual no estaba claro que fuese posible. “Quizás ese sea el fallo -pensó-. Quizás no sea posible analizarlas todas más que una por una”. Pero Whelchman tenía el espíritu y la constancia de los matemáticos acostumbrados a golpear paredes durante meses a la espera que caiga un ladrillo que permita desmontarlas, o a navegar sobre kilómetros de pizarras por bosques de ecuaciones tratando de despejar y eliminar algún conjunto de términos recalcitrante. Empezó a mostrar los síntomas de Knox y Cooper, vagando abstraido por el jardín para apuntar de pronto frenéticamente algo en una libreta que sacaba del bolsillo.

El problema era almacenar las hembras para poder compararlas de forma fácil. Como queremos utilizar las hembras cualesquiera que sea la letra, no hace falta que guardemos esa información. Tenemos por tanto cuatro dimensiones para caracterizar una ocurrencia: la posición de las ruedas en los tres huecos y la posición inicial de cada una de ellas. Si hacemos un análisis separado de cada posición en los huecos, lo cual parece impecable pues en eso se ha basado todo el razonamiento hasta aquí, sólo quedan tres. Podemos tomar hojas de papel y llamar a cada una como cada una de las 26 posiciones iniciales de la rueda lenta. En las dos dimensiones que quedan representamos una cuadrícula, que en las abcisas tenga las posiciones de la rueda media y las ordenadas de la rueda rápida. Podemos marcar las posiciones hembras con una cruz.

Desgraciadamente no conocemos la configuración de anillo de la rueda lenta, por lo que deberíamos hacer 26 juegos, uno para cada posición de los anillos de dicha rueda. Pero como las configuraciones de anillo sólo enmascaran la verdadera posición de la rueda, las 676 hojas resultantes serían en realidad 26 hojas repetidas 26 veces, así que basta con tener eso en cuenta y usar 26 veces con diferentes valores para representar las 26 posiciones que el anillo puede tener para cada posición de la llanta.

En algún momento tuvo ese “eureka” que es el sueño dorado de su profesión, ese momento en que las brumas se despejan de pronto y el resultado resplandece. Si en lugar de cruces hacemos un agujero, si ponemos las hojas unas encima de las otras separadas entre sí por la distancia que determinan las letras de los anillos enviadas en claro, al ir añadiendo hojas irán desapareciendo agujeros, puesto que sólo algunas posiciones serán compatibles con las hembras que han aparecido. Si la configuración de anillos de la rueda lenta que estamos probando no es correcta, todos los agujeros desaparecerán y pasaremos a la siguiente. Normalmente doce hojas serán suficientes. Tal y como había demostrado, para cada configuración de las ruedas en los huecos sólo cuatro configuraciones de anillo serían posibles. Probando una vez para cada una de las 60 formas de poner las ruedas en los huecos quedarían 240 posiciones de los anillos para probar. Algo al alcance, y después de lo cual ya tenemos la configuración de anillos correcta. Sólo queda usarla para saber las claves y todos los mensajes del enemigo están en nuestra mano con sólo dar las claves a una legión de operadores, armados cada uno con una réplica de Enigma.

Nuevamente repasó todo febrilmente en su mesa porque ahora sí que le aterrorizaba estar equivocado. Cuando ya no sabía cómo mirarlo, se levantó y corrió más que anduvo hasta la granja junto a la mansión en la que estaba el grupo de Dilly Knox. Knox le escuchó un rato y luego montó en cólera. ¿Quién le había dicho que hiciera eso? Había otras personas haciéndolo y desde luego que habían llegado a las mismas conclusiones. Para su información, quizás le interesaría saber que se estaban perforando hojas en ese mismo momento. ¿Por qué no hacía el favor de volver a su trabajo y comportarse de una forma disciplinada?

Por mucho que Whelchman le dio vueltas al tema no encontró justificación a la actitud de Knox. Incluso el más recalcitrante egocéntrico se habría sentido halagado de poder mostrar que lo había descubierto antes. ¿A qué venía enfadarse? Y si lo que le preocupaba era que no quería compartirlo con Whelchman por motivos de seguridad, ¿qué podía ser más absurdo que confirmarle a gritos que era verdad? Habría sido más normal llevarle a pasear un momento y pedirle discreción. Había algo raro en la forma de reaccionar de Knox que impidió que Whelchman se ofendiera. Y además, ¿de dónde había sacado Knox el cableado de las ruedas para poder componer las tablas?

El secreto que explicaba aquel comportamiento era una reunión a la que había asistido Knox, junto con Denniston y Bertrand pocas semanas antes. La reunión había tenido lugar en Cabati, junto al bosque de Pyri y a pocos kilómetros de Varsovia, en la sede del BS4 polaco.
anger les dio la bienvenida y les explicó que los polacos conocían al detalle los planes alemanes. Sabían con certeza que les atacarían antes de 60 días. Podían incluso nombrar las unidades que participarían y el grado de preparación de cada una. No estaban asustados, porque pensaban que podrían resistir hasta que los franceses e ingleses les reforzaran. Los tres países iban a luchar juntos contra Alemania y la iban a derrotar.

Por ello había llegado la hora de la sinceridad. Iba a mostrarles un arma secreta muy poderosa que ahora podrían usar también sus dos aliados. Ante la estupefacción de los presentes, Langer les dijo que conocían el cableado de Enigma y además podían descifrarla con mucha facilidad. A continuación les mostró las instalaciones y los métodos que habían estado usando. Pidió excusas por haberles engañado en la reunión de París y brindó por la nueva colaboración. Finalmente les explicó el problema logístico que tenían para fabricar más Bombas y les ofreció trabajar en equipo…

Knox estaba muy sorprendido. Cuando le presentaron a Rejewski, le preguntó directamente por la conexión entre el primer hueco y el teclado. No conocer eso es lo que le había convencido de que no po
día deducir el cableado. Rejewski le dijo que los alemanes nunca habrían introducido codificación ahí porque, en su forma de ver las cosas, eso no formaba parte del dispositivo de cifrado. Una vez habían descartado -al igual que Knox- el cableado original de la Enigma comercial, los polacos habían probado el siguiente más sencillo y había resultado ser ése. Las conexiones estaban hechas siguiendo el orden alfabético en la dirección de las agujas del reloj. Aclarado este punto, le explicó todo el resto del método usado para conseguir el cableado, aunque la ignorancia matemática de Knox le impidió seguirlo con soltura.

Según explicaría Denniston a los pocos que estaban en el secreto, en el coche que les conduciría de vuelta al aeropuerto, Knox cantaba celebrando que ya tenían el conexionado del teclado a las ruedas. Esto era un poco absurdo, porque en el portaequipaje tenían una réplica de Enigma, pero para la forma de ver las cosas de Knox, ésa era la única revelación. Probablemente consideraba que podría haber deducido el cableado por su cuenta, sin trucos matemáticos. La verdad es que no se puede descartar, porque el genio de Knox no era algo común. En cualquier caso no lo había conseguido y el hecho de pensar que era capaz sólo servía para mortificarlo aún más.

Una cierta sensación de ridículo, ante él mismo y ante sus colegas, fue naciendo en Knox a medida que se dio cuenta de que lo que le habían dicho ya no le servía para nada. Además la revelación era una tontería, puesto que cualquiera que hubiese probado alguna combinación habría probado ésa la primera. Era como una adivinanza del tipo “¿cuántos huevos pone un gallo a la semana?”. Existen fuentes que afirman que la configuración le había sido sugerida a Knox, pero que él la había descartado diciendo que nadie era tan imbécil como para hacer algo así. Ahora ya era demasiado tarde. Sólo quedaba aplicar los métodos desesperantemente laboriosos inventados por los polacos. De artista del lenguaje, había sido súbitamente degradado a instrumento de un método inventado por otros.

Cuando Whelchman se presentó con sus ideas, Knox terminó de estallar. Ahora parecía que cualquiera excepto él podía inventar métodos para descifrar Enigma. Nada menos que el novato al que había echado del grupo se presentaba con la misma solución que Zygalski le había explicado y que él debería haber encontrado años antes, si no se hubiera detenido por un juicio estúpido sobre la psicología de los constructores de Enigma.

El pensamiento de Whelchman sin embargo no podía concentrarse en encontrar alguna racionalidad al enfado de Knox. Su atención se desviaba al hecho de que, aunque fuera de la forma más estrafalaria posible, éste había confirmado que Enigma se podía descifrar. Al volver al colegio estaba anonadado por la enormidad de lo que sabía. Todo era cierto; el doble indicador era un agujero de verdad y existía un método para romper la clave cada mañana. Podrían leer miles de mensajes. Imaginó el télex vomitando papel mientras las sacas se amontonaban por el suelo y los mensajes eran descifrados a mansalva. Pero su mente organizada y práctica no lograba visualizar cómo él y sus dos ayudantes hacían todo eso. Lo que le mostraba más bien era cómo se volvían locos tratando de aplicar las hojas a todos a todos a la vez, descifrándolos a velocidad de vértigo, entre gente entrando y saliendo que pedían a gritos informes sobre batallas en curso. Lo que vio fue un caos insoportable, que terminaría con un colapso mientras las sacas les enterraban vivos. Poder hacerlo no era hacerlo. Saber cocinar no es lo mismo que alimentar a un regimiento. Y desde luego, intentar alimentar un regimiento con tres cocineros y un hornillo era un camino al desastre seguro.

Sentado en su pupitre infantil, escribió un largo informe en el que explicaba el funcionamiento de una estación de descifrado a gran escala. Sin decir lo que sabía, partió de la hipótesis de “si algún día fuera posible”. En primer lugar, hacía falta un grupo de personas que gestionara la relación con las estaciones de intercepción y estuviera en contacto continuo con los oficiales de cada turno para dirigir las escuchas. Después haría falta un registro dedicado a analizar los indicadores y clasificarlos por redes (Roja, Azul, etc…) ya que cada una era una unidad funcional independiente, con sus propias claves diarias. Los errores en la asignación de red a los mensajes podían embozar el proceso de hallar las claves durante horas, ya que se estarían usando datos erróneos y se taparían agujeros verdaderos. También era necesario un grupo numeroso dedicado a usar las hojas para hallar las claves, antes de que cambiasen y mientras la información a obtener valiese algo. A continuación, era necesario un gran número de máquinas Enigma, para descifrar cientos de mensajes al día. Finalmente, alguien debía leerlos y resumir la información para enviarla a los diferentes destinatarios, puesto que sólo sería útil la información de un movimiento a los generales que estuvieran implicados en la lucha en ese punto.

Whelchman describió con detalle todo el funcionamiento de tres turnos de ocho horas trabajando a pleno rendimiento y calculó el numero de mensajes que se podrían tratar, dependiendo de la dimensión de la operación. Lo imaginaba como una pequeña fábrica y estudió todos los procedimientos y la documentación auxiliar que se requería para su funcionamiento. Cuando terminó fue a ver a Travis, que aprobó con entusiasmo el plan y le puso al cargo de su desarrollo. También le comunicó que se estaban haciendo esfuerzos para aumentar las estaciones de escucha, aunque había bastantes problemas ya que todas las armas rehuían dedicar recursos a eso.

Antes de la compra por Sinclair de la mansión, se recordará que ésta iba a ser destinada a la construcción de viviendas. A la cabeza del pool de inversores estaba Mr. Faulkner, un constructor local que había pensado edificar una gran urbanización -en la que su propia casa sería la más grande- a orillas del lago original que pensaba conservar. Faulkner se había contratado a sí mismo como constructor y estaba a punto de demoler la mansión cuando Sinclair contactó con él. Después de la compra, y a petición de éste, pavimentó con cemento el camino principal e instaló una nueva acometida de agua de gran calibre. Y así se convirtió en el contratista oficial de BP, realizando toda la reforma previa a la instalación allí del SIS. En la torre que coronaba la mansión habilitó la pequeña sala en la que estaban los depósitos, para que sirviera de estación de radio, tirando un cable como antena desde la ventana hasta un gran árbol cercano.

A principios de diciembre de 1939, cuando tuvo lugar la reunión entre Travis y Whelchman, Faulkner estaba construyendo una serie de cobertizos con una disposición bastante caótica. Las obras se ejecutaban a la carrera y Faulkner, é
l sí un gran aficionado a la caza, hasta que terminó la temporada las visitaba cada tarde, vestido a la manera inglesa para cazar el zorro. Los cobertizos se construían sobre paredes bajas de ladrillo, completadas junto con el suelo y los techos en madera de pino del Canadá. Para que fueran impermeables, les colocaba unos tejados del material que se haría popular en España con el nombre de Uralita. Unas estufas de minero tenían que calentarlos.

El primero que se terminó fue el 1, al que se trasladó por breve tiempo la estación de radio, cuyos operadores estaban hartos de las estrecheces de la sala de depósitos de agua. El 2 y el 3 se juntaron, convirtiéndose en el 3, donde debían ir los agentes de inteligencia que interpretaban los mensajes. El 4 estaba pegado a la mansión y tenía que ser ocupado por la Sección Naval. Como hacía falta mucho espacio, se hizo más grande eliminando el 5, que era contiguo. Whelchman y Travis decidieron que la nueva organización se instalaría en el cobertizo 6 -que estaba junto al 3- y que se abrirían dos ventanas conectadas por un pequeño túnel para que pudieran pasarse las cajas con los mensajes descifrados, dando inmediatamente instrucciones a Faulkner para que procediese a la modificación.

Como la organización del GC&CS era tan secreta, no tenía asignación de mobiliario, a diferencia del resto de ramas del gobierno que lo solicitaban a una oficina central. Green era el oficial encargado de conseguir el mobiliario para los cobertizos, pero sus peticiones chocaban con el escepticismo de los intendentes, que no veían claro qué departamento era el que hacía la petición, ni cuál era la necesidad de aquellas cantidades de sillas y mesas en medio de una guerra. Green alquiló un par de camiones y se dirigió a Londres. Paró los camiones frente a unas dependencias del gobierno que sabía que estaban en desuso y simplemente cargó los camiones hasta los topes, volviendo triunfante a la mansión con el botín. Meses después aún sonreía, pensando en el caos administrativo que aquella desaparición debía haber provocado en los inventarios de los burócratas.

Mientras se completaban los cobertizos, Whelchman y Travis procedieron a reclutar todo el personal necesario. John Colman, un científico de profesión, fue puesto al cargo de la Oficina de Intercepción que coordinaría las estaciones Y de intercepción con BP. Stuart Milner-Barry y Hugh Alexander eran dos campeones de ajedrez, que al empezar la guerra estaban disputando un torneo en Argentina. Ambos eran matemáticos, pero trabajaban para empresas bancarias en Londres. Abandonaron rápidamente sus trabajos para acudir a la llamada de Whelchman. Éste contactó también con los más brillantes de entre sus antiguos alumnos, y entre ellos con el joven genio John Herivel. En pocos días dos docenas de las mentes más preclaras de Cambridge y las universidades escocesas habían sido reclutados. Se dio la circunstancia de que muchos de ellos estaban siendo contactados por el canal regular, y las maniobras de acaparamiento de Whelchman provocaron gran nímero de quejas, hasta el punto de que se estableció un servició de personal para que en el futuro se repartiera éste con más equidad.

Para llevar a cabo la decodificación, se adquirieron gran cantidad de máquinas Type-X, que era la versión inglesa de las máquinas de rotores, y se modificaron para simular Enigmas. El equipo de Whelchman lo completaría el propio Jeffreys que en cuanto terminara de perforar las hojas quedaría al cargo de la Sala de los Montones de Hojas, que debía encontrar la clave cada mañana. Como se ha dicho, el túnel que conectaba los cobertizos 3 y 6 permitiría pasar los mensajes a los oficiales de inteligencia, por lo que la organización de Whelchman no necesitaba hacer esa parte del trabajo.

A medida que se acercaba la navidad, todo el mundo fue instalándose en los cobertizos y empezó a experimentar su poca habitabilidad. La estufa de minero casi no calentaba y si se tiraba más leña de la prudente, un humo espeso invadía el cobertizo, por lo que se hacía necesario abrir las ventanas. Ese invierno sería uno de los más fríos del siglo, y se hizo normal trabajar con guantes y abrigos dentro de los cobertizos. El almirante Sinclair, que ya estaba gravemente enfermo, no dejó de temblar durante una visita que hizo. Les dijo que el dinero se había acabado y que tendrían que seguir así hasta la primavera por lo menos. Esa visita sería su último contacto con su obra, ya que falleció poco después.

Se celebró una cena de Nochebuena en la mansión, en la que todos se pusieron sombreros de papel y silbaron espanta-suegras que se habían fabricado. A pesar de que pusieron buen ánimo y el ambiente fue muy cálido, las cosas seguían yendo rematadamente mal. Las hojas de Zygalski no funcionaban, a pesar de que la perforación estaba terminada. Sólo Peter Twin, un matemático que trabajaba ahora en el grupo de Knox, había decodificado algunos mensajes, pero haciendo servir claves enviadas por los polacos desde París. En medio de la noche helada cantaron villancicos, haciendo uso de ese rasgo inglés tan marcado de comportarse de forma ligera y jovial cuando lo que uno quiere es llorar.

Después de conquistar Polonia y esclavizar a sus habitantes, los alemanes habían dado por terminada la campaña de 1939. Ahora, un pequeño cuerpo expedicionario inglés esperaba la primavera junto a los franceses en las fronteras belga y alemana de Francia. Al otro lado de la frontera se preparaba para la siguiente campaña la terrorífica máquina de guerra que había pulverizado a los polacos en una semana. Todo el mundo sabía que más pronto que tarde los alemanes atacarían a Francia e Inglaterra, que al fin y al cabo le habían declarado la guerra unilateralmente. En ese año que iba a empezar, 1940, una vez más lucharían las dos mitades del imperio de Carlomagno, sobre el barro de Flandes y en las orillas del Rhin.
A principios de Enero, los viejos informes de Sinclair sobre el ejército alemán eran repasados febrilmente, junto con los reportes sobre la campaña de otoño en Polonia. Los estrategas ingleses estaban perplejos por la movilidad de los alemanes, su capacidad de ruptura y su habilidad para realizar movimientos coordinados a gran escala. Había que remontarse a los pequeños ejércitos napoleónicos para encontrar tanta destreza en la maniobra. Pero el nuevo ejército alemán era todo menos pequeño. Se sabía que más de 50 divisiones acechaban a lo largo de la frontera. Durante la Gran Guerra, una fuerza inglesa muchísimo mayor que la que había cruzado ahora el Canal, no había podido conseguir más que un mortífero empate…

Los franceses eran mucho más optimistas y no daban tanta importancia a la movilidad de los alemanes ni al tamaño de su ejército. Consideraban que el factor clave seguía siendo la potencia de fuego. La llanura polaca había facilitado los movimientos de una forma imposible de reproducir en el nuevo campo de batalla. El plan francés, fruto de años de preparación meticulosa, buscaba fijar a los alemanes y destruirlos a cañonazos. En el flanc
o derecho, donde tenían frontera con Alemania, habían construido una franja inexpugnable de bunkers de hormigón con paredes de 15 metros de grosor, separados por fosos antitanque, campos de minas y dientes de dragón, y erizados de armas de todos los calibres. Desde luego allí no habría ruptura ni movimientos envolventes.

Por lo que hace al flanco izquierdo, tenían previsto entrar en Bélgica y organizar allí una defensa en fuerza, usando como obstáculos sus anchos ríos y profundos canales. Defendiendo los puntos de cruce, los alemanes quedarían bloqueados en las cabezas de puente y en el lado contrario. La artillería, el arma francesa por excelencia durante medio milenio, les aplastaría con una masiva lluvia de fuego. Calculaban un mes de batalla continua si los alemanes persistían más allá de lo razonable.

El problema era que los belgas se negaban a permitir el paso, porque veían en la estrategia francesa una excesiva inclinación a plantear la batalla en territorio ajeno. El Estado Mayor francés planificaba hasta el menor detalle extensos planes de despliegue, con los que buscaba trabar combate sobre los cursos de agua, mientras los políticos intentaban convencer a los belgas para que dejasen entrar a los ejércitos de las democracias en su territorio. Los belgas alegaban que si el ejército francés tomaba posiciones en Bélgica, estaría flanqueando al alemán y le obligaría a atacar. Quizás los alemanes quisieran aceptar su neutralidad para no añadirse enemigos, ya que precisamente aquellos ríos y canales les protegían de ser una presa fácil. Bélgica aspiraba a ser algo más que el campo de batalla de todas las guerras europeas, y esta vez permanecería neutral. Bélgica hacía un llamamiento a las partes para que dirimieran sus diferencias por medios pacíficos, a la vez que llamaba a Alemania a abandonar Polonia como muestra de buena voluntad.

¿Respetarían los alemanes la neutralidad belga y atacarían por el flanco derecho francés?. ¿Buscarían un trato sobre Polonia con Francia e Inglaterra?. ¿O, por el contrario, el ataque era cuestión de horas?. Y en ese caso, ¿cuál era su plan de batalla?. Como quiera que Menzies, el sucesor de Sinclair, había comunicado jubiloso a sus jefes que podía leer los mensajes de Enigma, ahora le pedían que desvelara los planes alemanes. Querían saber por lo menos la fecha y la dirección general del ataque.

Catastróficamente, Menzies no tenía nada que ofrecer. Poco antes se había descubierto que el método de las hojas de Zygalski no funcionaba. Jeffreys amontonaba frenéticamente hojas 20 horas al día, sin que nunca quedaran agujeros libres. Todo el resto de personal de Whelchman esperaba en vano y los intentos al azar de descifrar algo terminaban con una indigesta sopa de letras. Algo estaba mal y Turing intentaba encontrarlo junto con Twinn, pero por mucho que se esforzaban no veían ningún error. Knox estaba convencido de que los alemanes habían cambiado el procedimiento, y recordaba que ya había advertido que el método de los indicadores dobles era una chapuza que sería pronto corregida.

Denniston y Knox discutían de forma cada vez más acalorada, porque este último quería contactar inmediatamente con lo polacos, mientras el primero quería mantener el secreto del fracaso y resolverlo. Además Knox pretendía compartir con ellos el método del rodding, si al final las hojas resultaban un fracaso. La discusión fue subiendo de tono hasta que Knox amenazó con irse a su casa si no podía trabajar junto a los polacos.

De mala gana, pero conocedor de la tozudez de Knox, Denniston aceptó enviar a Turing con un juego de Hojas de Zygaski para cinco ruedas (los polacos sólo habían tenido para tres) y un juego de Hojas de Jeffreys (que eran una ayuda para el rodding, que permitía identificar la rueda media y la lenta una vez se tenía identificada la rápida) también para cinco ruedas. Uno de los dos juegos no haría falta, pero nadie sabía cuál.

El 7 de Enero de 1940, en medio de las más estrictas medidas de seguridad y escoltado férreamente por el servicio secreto, Alan Turing voló a París, y desde allí se desplazó hasta Vignolles para visitar a los polacos. Después de la destrucción de su país, Langer, Rejewski y su grupo se habían establecido allí, bajo la protección de los servicios franceses, para formar una estación de descifrado que trabajaba sobre Enigma usando las intercepciones francesas y entregándoles el material. Copia de parte de este material era enviado a Inglaterra en unas carpetas rojas, que se hicieron características por contener siempre información de primera calidad.

El encuentro de Turing con Rejewski y sus compañeros resultó extremadamente productivo. Revisaron las hojas de Zygalski que había traído Turing y descubrieron que estaban mal, porque el cableado de las ruedas que se había usado para hacerlas tenía algunos errores. Los alemanes no habían cambiado el procedimiento y fue un alivio comprobarlo.

Después de hallar este problema, el humor de todos era excelente y departieron durante dos días sobre los arcanos de Enigma, mientras el residente de la estación inglesa en París intentaba poner cara de entenderlo todo. La poderosa mente de Turing, que llevaba cuatro meses en contacto con la sabiduría empírica de Knox, había creado todo un corpus de teoría, que ahora pulió hablando con aquellos expertos, con siete años de experiencia en descifrar Enigma a sus espaldas. Durante la comida de despedida, Turing y los polacos discutieron vivamente sobre las ventajas del sistema monetario decimal frente al sistema inglés, que sería la pesadilla de los extranjeros hasta 1973. Turing demostró algebraicamente que para que ‘n’ comensales partieran cuentas en un restaurante, el sistema inglés era mucho más conveniente, ya que era menos probable que alguien tuviera que aflojar un penique para redondear.

Cuando Turing volvió a BP, Coleman, que como se recodará estaba al cargo de la dirección de la Sala de Intercepción que planificaba las escuchas, ofreció tres enormes paquetes de las claves Verde, Azul y Roja, cada uno de los cuales contenía mensajes de un solo día, puesto que la clave se cambiaba a diario. Con esas claves había estado fracasando Jeffreys. La misma tarde de su llegada, y con las hojas corregidas chapuceramente, a base de nuevos agujeros hechos de cualquier manera y con los erróneos tapados con papelitos y goma arábiga, Knox, Jeffreys, Turing y Twinn atacaron una vez más los mensajes de la red Verde. Clareaba la mañana helada del día siguiente cuando por fin se halló la primera clave. Fueron corriendo a la sala donde estaban las Type-X modificadas y, cuando el sol de invierno estaba ya alto en algún lugar más allá de las espesas nubes, apareció un mensaje en perfecto alemán.

Todos los presentes habían aprendido el idioma para leer a Goethe, Schiller y Kant, excepto Turing y Twin, que lo habían aprendido para leer a Leibnitz, Euler y Hilbert. Desde luego ninguno conocía aquella jerga militar prusiana, hecha aún más incomprensible por las abreviaturas y c
onvenciones. Así que nadie entendió qué decía el mensaje, pero a nadie le importó. Al día siguiente cayó la clave Azul, y esta vez si que todos comprendieron el mensaje, puesto que era una poesía para niños muy popular en Alemania. Finalmente cayó la Roja, que resultó ser otra vez jerga militar, pero un poco más comprensible que la Verde.

Se determinó que la red Azul era una red de práctica, en la que los operadores se entrenaban en el uso de Enigma, y para ello usaban textos clásicos alemanes o canciones infantiles. Curiosamente, antes de haberla descifrado, se monitorizaban cuidadosamente el número diario de mensajes de la red Azul, porque se pensaba que tenía relación con un ataque inminente, y varios aumentos repentinos de tráfico hicieron que se enviaran falsos avisos al Estado Mayor. Se pospuso el descifrado de los mensajes almacenados de la red Azul y se restringieron las escuchas de sus frecuencias al mínimo.

La red Verde era una red del Estado Mayor, dedicada a la coordinación de tareas logísticas. Para conseguir que aquella información sirviese de algo, habría hecho falta una organización aún más grande que la que tenían, puesto que para poder comprender plenamente los mensajes era preciso estar al tanto del día a día de todas las unidades que los intercambiaban. Se continuó con las escuchas de la red Verde, pero los mensajes se guardarían de momento.

La red Roja era la más prometedora. Se había creído que era una red del ejército de tierra, pero en realidad era una clave aérea. Se trataba de la clave con la que recibían órdenes los escuadrones de aviones que realizaban el apoyo a tierra. En todas las entrevistas con militares polacos, estos afirmaban que los aviones y los tanques actuaban de forma plenamente coordinada, y que esa coordinación era la clave de la capacidad de ruptura. Decían que ninguna unidad alemana se movía sin tener asegurado el apoyo aéreo. La clave Roja prometía información de primera mano sobre el modus operandi de los alemanes y sobre sus acciones concretas en cada momento.

Se disponía de varios meses de intercepciones de la red Roja y de algunos días determinados había cientos de mensajes. Se ordenaron los días por número de intercepciones y la maquinaria creada por Whelchman se puso a devorarlos a tiempo completo. Muy pronto, el túnel que unía el Cobertizo 6 con el 3 estaba lleno de mensajes en claro esperando traducción. Pero al descifrarlos se daban cuenta de que sólo interceptaban una fracción diminuta de los mensajes radiados en la red Roja. Si pudieran leerlos todos, podrían determinar todos los movimientos alemanes con precisión. “El otro lado de la colina” estaría a la vista.

Whelchman habló con Travis, pero éste tenía malas noticias. Las coordinación de las estaciones de intercepción estaba confiada a un comité, formado por los servicios de inteligencia de las tres armas, denominado Comité Y. Este comité destacaba por su inoperancia, ya que cada arma procuraba hacerse cargo del menor número de escuchas posibles. Cuando se descubrió que la red Roja “era una red aérea”, el ejército obligó al comité a reunirse y protestó enérgicamente. El trato era que cada arma interceptara mensajes de su contraparte alemana y por tanto era la aviación quien debía correr con los gastos de escuchar la red Roja. Pero sucedía que la aviación no tenía ninguna estación en funcionamiento, ya que la que tenía en Cheadle era en realidad un centro de comunicaciones y no dedicaba operador alguno a intercepciones. El comité decidió que Chatham dejara de interceptar la red Roja y urgió a la aviación para que empezara a trabajar.

Cuando Travis se lo contó, Whelchman montó en cólera. Contestó que quería que las expertas operadoras de Chatham siguieran trabajando en la red Roja. Travis le explicó que formalmente las escuchas las hacía cada servicio de inteligencia para sus propios fines, y que las entregaban a BP “por cortesía”, por lo que todo el asunto debía tratarse con mucho tacto. Pero Whelchman, y no digamos Knox, no pensaban ser corteses. A empujones obligaron a Travis a elevar la protesta hasta Menzies y éste logró que el comité se reuniera otra vez para decidir que Chatham seguiría con la Roja. El ejército avisó sin embargo que en caso que los alemanes atacaran Francia, cesarían las escuchas de mensajes de la aviación y se dedicarían las operadoras sólo a lecturas del ejército de tierra alemán. Esta decisión era una tontería, al igual que la repartición de las escuchas por armas, pero Menzies la aceptó, porque permitía seguir con Chatham de momento. La aviación aprovechó el trato para continuar con su política de no dedicar ni un operador a las escuchas.

Whelchman consiguió permiso de Travis para que Ellingworth visitara BP, devolviéndole la visita que él había hecho a Chatham dos meses atrás. Whelchman le mostró la sala donde varios grupos amontonaban hojas frenéticamente y le dijo que en poco tiempo hallarían la clave Roja de ese mismo día. Como la cosa se retrasaba, fueron a despachar a la oficina de Whelchman. Ahora que se podían descifrar los mensajes de Enigma, nuevos procedimientos tenían que ser establecidos. Trabajaron sobre el tema varias horas y sobre la una de la madrugada oyeron unos gritos de júbilo. Se había hallado la clave (ahora ya del día anterior) y ambos fueron corriendo para presenciar cómo eran descifrados los mensajes. Whelchman le dijo que con el desayuno, los oficiales de Estado Mayor recibirían los mensajes alemanes. Tan sólo 24 horas más tarde que los oficiales enemigos.

Una de las cosas que acordaron fue que la Sala de Intercepción tendría la potestad de determinar las prioridades en el envío del material a BP y que había un tipo (que posteriormente recibió el nombre de “Especiales de Whelchman”) que tendría prioridad total, y cuyo envío se saltaría todos los procedimientos. Al día siguiente, cuando Ellingworth se había ido, Whelchman estableció cuatro niveles más de prioridad en la comunicación entre el cobertizo 6 (recepción y descifrado) y el 3 (traducción y análisis). Las bandejas que pasaban a través del túnel sólo contendrían mensajes de la misma prioridad.

Whelchman y Travis estuvieron persiguiendo a Menzies para que instalara un sistema de tubos neumáticos que uniera todos los cobertizos, pero éste les dijo que no había presupuesto. Por ello se tuvo que seguir con el túnel entre el cobertizo 3 y el 6. Aunque Whelchman quería que las bandejas se pasaran mediante cuerdas atadas a ellas, los que trabajaban en las dos bocas acabaron hartos de líos y decidieron por su cuenta usar mangos de fregona para empujar las bandejas.

Durante la Navidad, Rusia había invadido Finlandia, que había pertenecido al imperio de los zares y a la que Lenin había dado la independencia durante la guerra civil para quitarles un aliado a los Rusos Blancos. A pesar de la desproporción de fuerzas (de seis a uno), el ejército finland&eacu
te;s, ayudado por el clima ártico especialmente duro ese invierno, había detenido a los rusos e incluso contraatacaba localmente. Los franceses y los ingleses enviaron material militar a Finlandia, aunque en cantidades simbólicas, ya que ellos mismos esperaban un ataque alemán en cualquier momento. El ministro de Marina Churchill sugirió un desembarco en Noruega para bloquear la llegada de acero sueco a Alemania. Una gran parte de ese acero salía en barco de Narvik, más allá del Círculo Polar Ártico. Churchill propuso tomar el puerto y mantenerlo mientras se convencía a los noruegos que dejasen la neutralidad y se uniesen a Inglaterra y Francia. El gabinete de guerra rechazó la idea, porque Noruega era neutral y además no era prudente atacarla en mitad de la noche polar del invierno más frío del siglo. Era la típica idea de bombero de Churchill, contra la que todo el mundo estaba prevenido…

Mientras las Type X repiqueteaban alegremente, Turing volvió a su obsesión particular, la Enigma naval. Las comunicaciones de la Marina alemana estaban protegidas por una versión del método de Enigma que usaba tres ruedas adicionales entre las que escoger y además no utilizaba el procedimiento del doble indicador, sino uno mucho más complicado que invalidaba el método de las hojas de Zygalski. Los únicos que creían que era posible descifrar mensajes de la Marina alemana eran Birch y Turing, el primero por puro voluntarismo y el segundo porque había descubierto que descifrar la Enigma Naval era la única tarea en la que era su propio jefe.

Los polacos habían entregado en la reunión del bosque de Piry, en Julio de 1939, ocho mensajes cifrados, con sus correspondientes traducciones que databan de 1937. Los habían obtenido la misma semana en que la Marina alemana había abandonado el procedimiento estándar, que aún usaban la aviación y el ejército. Los primeros días se usó el nuevo procedimiento pero sin haber cambiado la clave y varias estaciones cometieron pequeños errores que permitieron descifrar esos ocho mensajes. Turing los había estudiado antes de Navidad y pudo postular el sistema de dígrafos que se usaba para cifrar los indicativos, así como un método tentativo para resolverlo. Calculó la capacidad de cálculo que haría falta para romper la clave y llegó a la conclusión de que sin la tabla de dígrafos estaba fuera del alcance de cualquier máquina imaginable.

La cuestión de la máquina era un tema recurrente en las conversaciones de Turing. Knox estaba fascinado y procuraba ayudarlo, aunque veía muy difícil encontrar un álgebra que resolviese los mensajes “sin tener que pensar”. Denniston era escéptico y le dijo a Turing que nunca podrían leer mensajes de la Enigma naval. Whelchman, que conocía perfectamente el trabajo de Turing antes de la guerra, se convirtió en un entusiasta en cuanto se enteró. Utilizó su ascendiente sobre Travis para conseguir que éste contactase con la fábrica BTM de calculadoras electromecánicas de Letchworth, que envió a su mejor ingeniero, Doc Keen.

Aunque Turing no era capaz de construir algo de esa complicación, sí que era capaz de describir los circuitos de forma que los que él llamaba “los electricistas” (ellos a sí mismos preferían llamarse ingenieros) pudieran comprenderlos. La idea original de Turing era crear unas Enigmas en las que la corriente no recorriese dos veces cada rueda, sino que hubiera dos juegos de ruedas, uno delante y otro detrás del reflector, convertido en una rueda más. De esta forma podían encadenarse varias Enigmas. Después fue evolucionando el concepto y pensó que podía poner las ruedas horizontales, con las conexiones en dirección al reflector en dos círculos concéntricos más exteriores, y las conexiones en dirección contraria en dos círculos concéntricos más interiores. Estas conexiones sobre la superfície del disco estaban en contacto con 4 juegos de 26 escobillas que conectaban cada rueda con la siguiente al modo que los huecos estaban conectados en Enigma.

La máquina completa consistiría en una serie de estas “Enigmas abiertas”. Cada una probaría la correspondencia entre una letra de criptotexto y la letra de la palabra probable que correspondiese a la posición, configurándolas con la distancia entre posiciones de las ocurrencias. Turing sabía que si se disponía de una palabra probable suficientemente larga, se podían caracterizar unos contactos entre pares de letras que serían propios de una sola secuencia de alfabetos. Si, por ejemplo, la R cifraba la T (y lo que es lo mismo, T a la R) varias veces en una parte del mensaje y en unas posiciones dadas, ello sólo sería compatible con un subconjunto determinado de los alfabetos consecutivos de una posición de las ruedas. Estas ocurrencias se llamaban cliks y eran usadas en el rodding. Si se construía una máquina que los probara todos, se obtendría la posición inicial y por tanto la clave. Basta con conectar las Enigmas de manera que se encienda una bombilla cuando la corriente pase por todas ellas. La bombilla se conecta a la salida de la J de la última y la corriente se introduce por el conector de la A en la primera. Escribió algunas páginas sobre esto y las añadió al documento sobre Enigma que iba elaborando sobre la marcha.

Así pues se trataba de hacer girar las ruedas muy deprisa y parar de golpe cuando se alcanzase una posición en la que se cumpliese la condición establecida. Turing había calculado la velocidad de giro ideal, ya que ésta era la que determinaba la longitud temporal de la prueba. Doc Keen escuchó esas velocidades estupefacto, ya que los actuadores que usaban en sus máquinas electromecánicas de cálculo no reaccionarían a tiempo y de hecho lo más probable es que no reaccionasen nunca, ya que la corriente llegaría a la bombilla sólo durante milésimas de segundo. Turing había calculado los tiempos exactamente y si las ruedas giraban más lento para dar tiempo a los actuadores a reaccionar en los casos positivos, la prueba duraría meses.

Doc Keen volvió a Letchworth con el convencimiento de que hacía falta algo revolucionario. Sólo había un dispositivo biestable capaz de conmutar a aquella velocidad y eran las válvulas de gas. Se trataba de una especie de bombillas sin filamento que contenían deuterio. En su interior había dos placas metálicas paralelas y muy cercanas, cada una conectada a una entrada. Se mantenía el gas a una temperatura alta mediante una resistencia y por un efecto termoiónico, en caso de que se diese voltaje a un cebador, la corriente pasaba entre las dos placas sin apenas resistencia. Se podían usar como actuadores a base de colocar el cable cuyo voltaje se quería comprobar conectado al cebador. En caso de que hubiera voltaje, la corriente pasaba por el circuito principal. Las válvulas reaccionaban de forma prácticamente instantánea, pero eran muy aparatosas y frágiles, además de desprender mucho calor y por tanto requerir mucha potencia para funcionar.

Estaban en fase de experimentación y sería una pesadilla diseñar circuitos eléctricos con ellas, puesto que todos los voltajes debían ser calcu
lados cuidadosamente y los circuitos cargados de forma exacta. Por si fuera poco, las partes mecánicas (y sobre todo las escobillas de los conectores que tocaban a las ruedas) sufrirían un desgaste brutal a tanta velocidad. Por ello, lo más probable era que la máquina resultara un trasto, que se pasaría la mayor parte del tiempo averiada y en mantenimiento. Durante su estancia en BP, Doc Keen se dió cuenta de que la ingeniería militar tiene otras normas que la civil. En una situación normal, un aparato poco fiable es rechazado por los clientes que buscan otra solución. En cambio en la guerra muchas veces no hay más alternativa que intentar lo imposible cruzando los dedos. Todo el mundo sabía lo que significaba el bloqueo de las islas por los submarinos y Doc Keen no dejaría de explorar el límite de la tecnología si con eso podía ayudar.

Mientras los ingenieros de Letchworth cavilaban sobre cómo construir un prototipo, Turing generalizó el concepto para que no hicieran falta palabras probables tan largas como las que requería el primer diseño a base de cliks (que requería largas “frases probables”). Los contactos entre criptotexto y palabras probables determinaban ciclos, al igual que lo hacían los dobles indicadores que habían usado los polacos hasta que en 1938 se había cambiado el procedimiento de codificar las claves con la misma posición inicial. Con picardía y palabras probables se conseguía caracterizar ciclos muy complicados, cuya aparición sólo era compatible con muy pocas posiciones. Turing dibujó los circuitos variables que debían conectar las ruedas para que se pudiera programar cada sistema de ciclos que debía ser comprobado. Al principio llamó a su máquina ‘Enigma de Lechtworth’, pero a las versiones mejoradas las llamó Bomba, en homenaje a la máquina polaca (que trabajaba sólo con los indicadores).

Turing entregó a Travis el diseño final, junto con un memorándum en el que se decía que, incluso si se pudieran usar válvulas, para que su máquina funcionara, hacía falta conseguir el cableado de las tres ruedas de uso exclusivo naval. También ayudaría tener el máximo número de mensajes en claro, para tener palabras probables de las que se carecía casi completamente (sólo se tenían los ocho mensajes entregados por los polacos). Finalmente, si se deseaba que la máquina resolviese las claves en tiempos razonables para que la información fuese útil, haría falta la tabla de dígrafos de cada mes, que podría entonces ser simulada con circuitos a la entrada.

La Marina fue informada de la necesidad de capturas. Conseguir ese material no parecía tarea fácil ya que los alemanes lanzaban al agua todo lo que se refería a Enigma en cuanto tenían la mínima sospecha de que podía caer en manos inglesas. Disponían de unas bolsas lastradas a tal efecto y además los libros de códigos estaban escritos en una tinta extremadamente soluble, que se borraba con sólo mojarse un poco.
El cobertizo 4 albergaba la Sección Naval, y el análisis de tráfico (la tarea que Whelchman había realizado al principio para las intercepciones supuestamente terrestres) lo realizaba allí Harry Hinsley. Hinsley era un estudiante de Historia sin graduar, y uno de los pocos en BP que tenía un origen humilde. Su padre era un minero galés, y si estaba en Cambridge estudiando Historia, era gracias a una beca que había ganado gracias a sus extraordinarias dotes.

El comienzo de la guerra lo había pillado nada menos que en Alemania como turista, ya que pensó acertadamente que era el último verano en que un inglés podría visitarla. Consiguió llegar a Suiza la madrugada del mismo 1 de Septiembre, poco antes de que se cerrara la frontera. Haciendo autoestop volvió a Cambridge, justo a tiempo para oir el discurso de declaración de guerra de Chamberlain. En Cambridge le dijeron que si seguía estudiando podía retrasar la incorporación a filas, algo que aceptó entusiasmado. Sin embargo, al cabo de un mes, el director de su facultad le llamó a su despacho, y al acudir encontró allí a un hombre que le fue presentado como “Alistair Denniston, que trabaja para el gobierno”…

Hinsley se incorporó al Cobertizo 4 bajo las órdenes de Phoebe Seniard, con quien congenió inmediatamente. Hinsley obtuvo del análisis de tráfico resultados espectaculares, gracias tanto a su extraordinaria intuición como al hecho de que -a diferencia del Whelchman- se integró desde su llegada en una organización que ya funcionaba perfectamente bajo la dirección de Birch. Hinsley determinó que la Marina alemana sólo tenía dos redes de comunicaciones, una para el Báltico y otra para el resto del mundo. Muchas intercepciones de la Marina incluían la dirección de la fuente y por ello mediante triangulación podía determinar el origen de las señales y hacerse una idea de lo que estaba pasando. Tenía una especie de sexto sentido, que le permitía relacionar hechos completamente separados para formar un cuadro general de la situación. Según él, esta habilidad la había desarrollado mediante el estudio de pergaminos medievales, cuando intentaba resolver problemas históricos a través de menciones de tercera mano en latín corrupto vertido en caligrafía carolingia. Nadie, ni él mismo, creía que con tan pocos datos sus conclusiones fueran nada más que especulaciones. Sólo era un civil de 20 años, que jamás había subido a un barco de guerra ni tenía la más remota idea de cómo se usaba.

Por otra parte, la batalla naval en curso era fundamentalmente una batalla antisubmarina y sobre submarinos Hinsley podía decir poco. Aparecían de pronto, hundían medio convoy de mercantes y desaparecían. Destruían los barcos ingleses a una velocidad que de prolongarse unos meses dejaría a Inglaterra aislada. Los almacenes ingleses de comida y materias primas ya estaban más bajos de lo prudente. Era una idea que daba escalofríos. Pero si los submarinos eran la principal amenaza, también eran la principal esperanza para conseguir capturas, ya que tenían mucha más tendencia a rendirse que los barcos de superficie, que tenían a gala dejarse hundir.

La vida de las tripulaciones de los submarinos alemanes que hacían el bloqueo de Inglaterra era muy dura y éstas estaban sometidas a un tremendo stress que las desgastaba en pocas semanas. Enfrentadas a las galernas del Atlántico Norte durante ese invierno particularmente infernal, los oficiales hacían largas guardias en la torreta abofeteados por vientos árticos huracanados mezclados con rocíones de agua helada, mientras la tripulación, hacinada en la claustrofóbica estrechez, languidecía debajo, aquejada de mareos descomunales provocados por la frecuente mar montañosa. Nadie estaba nunca seco y para ahorrar combustible sólo se conectaba la calefacción en caso de peligro de muerte por congelación.

El 7 de Febrero de 1940, el submarino U-33 al mando del capitán Dresky salía de Wilemhaven con una misión especial. Después de una semana en seco para recuperarse de dos meses de caza de mercantes (11 barcos hundidos) en
las rutas al sur de Islandia, se les había comunicado que irían a minar el río Clyde, donde estaban los astilleros que habían reemplazado a Chatham con la llegada de los barcos de hierro.

Para llegar rodearon Escocia, sin saber si temer más a los ingleses o a aquellos mares encrespados por la cercanía de tierra. Después se internaron en el canal de Irlanda, más tranquilo pero lleno de patrullas enemigas. Finalmente, intentaron remontar el estuario aprovechando las mareas, para depositar las minas lo más arriba posible del rio.

El 12 de Febrero antes del alba, después de una noche en blanco esquivando sobre cartas bajíos y campos de minas, fueron localizados a dos millas de la costa por un barco inglés. El capitán Dresky, acostumbrado a navegar con miles de metros bajo la quilla, se sumergió demasiado rápido, chocó contra el fondo que estaba a sólo 30 metros y el submarino quedó clavado en el cieno.

Un motor se estropeó intentando salir y el agua empezó a entrar por algunas de las viejas heridas que había traído de los choques con mares embravecidos, abiertas de nuevo por la lluvia de cargas de profundidad. Dresky ordenó soltar todo el aire de golpe en los depósitos de lastre y salir a la superficie, pero sin aclarar si una vez allí había que abandonar el buque o hacer alguna acción evasiva. En el último momento ordenó poner en marcha las bombas de relojería que debían destruir el submarino, pero a continuación ordenó desactivarlas.

Cuando alcanzó la superficie, la tripulación había llegado a sus propias conclusiones y a los gritos del primer oficial, llamado Schilling, que todo el tiempo había querido evacuar, se precipitaron hacia la escalerilla y empezaron a salir en tropel por la torreta. Dresky ordenó activar los relojes otra vez y siguió la corriente humana hacia el exterior. Cuando estuvo fuera le dijeron que no estaban activados, por lo que ordenó al primer oficial que volviera abajo a hundir el submarino. Mientras discutían a gritos, la torreta estalló. Heridos y conmocionados, ambos se lanzaron al agua, donde les esperaba el resto de la tripulación. Ya en el agua, Schilling pidió tres hurras por el submarino y después se ahogó.

Los ingleses recogieron a los supervivientes. Uno de ellos se había desvanecido de hipotermia y fue atendido por un enfermero, que le quitó del bolsillo tres ruedas pequeñas que parecían engranajes de bicicleta. Según el procedimiento el marinero debía arrojarlas al agua, pero no lo había hecho. Dresky había roto una norma de Donitz, que obligaba a todos los submarinos que trabajaban en tareas de minado a dejar sus Enigmas en los puertos.

Cuando las ruedas llegaron a BP se vio que dos de ellas eran de las tres de uso exclusivo naval a las que nunca antes se había tenido acceso. Estalló un debate, ya que así como para la Enigma normal existía un departamento de decodificación completo (el cobertizo 6 al mando de Whelchman), para la Enigma Naval no se había establecido, puesto que Denniston había insistido en que era una tarea imposible, a la que no valía la pena dedicar recursos. Con dos de las tres ruedas en la mano, Denniston por fin estuvo de acuerdo. Birch quería que Turing dependiese de él, pero Knox consiguió convencer a Travis de que era mejor crear una nueva sección. Esta nueva sección sería el cobertizo 8, al que se asignó a Turing y a Twin, que quedaron bajo la laxa égida de Knox. Si conseguían descifrar algo se lo pasarían al cobertizo 4 de Birch, Senyard y Hinsley, siguiendo el modelo de los cobertizos 6 y 3.
El 8 de Abril Hinsley estaba muy nervioso. Hacía una semana que la actividad de radio de la red que él suponía que era la de la flota del Báltico, era desusadamente alta. A pesar de que no podía entender ni una palabra de los mensajes, había llegado a la conclusión de que los alemanes tramaban algo. Ese día en concreto el patrón había cambiado. Había menos comunicaciones pero más regulares, y un par de triangulaciones que había obtenido comparando mensajes con indicación goniométrica le indicaban que la fuente navegaba frente a la costa sur de Noruega. Espoleado por Phoebe Seniard, llamó al Almirantazgo mediante el teléfono de manivela para comunicar sus sospechas. Una voz muy amable le dejó explicarse, le dio las gracias y le colgó sin más. Hinsley se quedó con la sensación correcta de que no le habían dado ninguna importancia.

Ese día en el Almirantazgo estaban muy ocupados con otra cosa. Hacía unas semanas que finalmente el gabinete de Guerra había aceptado el plan del ministro de marina Churchill de lanzar una acción contra Narvik, junto con dos desembarcos más al sur para conquistar todo el norte de Noruega. La flota inglesa estaba a punto de partir con la fuerza expedicionaria a bordo…

Al día siguiente, cuando Lord Halifax, el ministro de asuntos exteriores, llegó a Whitehall para redactar un comunicado explicando a la prensa internacional las razones de lo que al fin y al cabo iba a ser una invasión inglesa de un pais neutral, se encontró con un mensaje del embajador noruego. Decía que durante toda la noche, una fuerza hostil de barcos se había abierto paso a cañonazos por el fiordo que conducía a Oslo. Aunque los fuertes costeros habían hundido varios buques, a esa hora estaba claro que no podrían detenerlos y la caída de la capital era inminente. Paracaidistas alemanes habían ocupado el aeropuerto, donde aún se luchaba. Tenía noticias de cuatro desembarcos más en cuatro puntos muy separados.

Los barcos que Hinsley había sospechado existían, y formaban una gran flota que estaba protegiendo el desembarco alemán. Los alemanes, con la misma sensibilidad estratégica de Churchill, se les habían adelantado y estaban invadiendo Noruega tres días antes de la fecha que éste había arrancado trabajosamente al Gabinete de Guerra, pero casi tres meses después de la que él proponía al principio.

Los alemanes estaban aplicando un plan completo de ocupación, larga y minuciosamente preparado. Mercantes y buques disfrazados se habían desplegado durante días como apoyo para la invasión. Era como un mecanismo de relojería, más exacto aún que el que había destruido Polonia. Cinco desembarcos simultáneos, como punto de partida a una serie de rápidos movimientos convergentes sobre objetivos ocupados previamente por paracaidistas, desarticularon cualquier acción defensiva del ejército noruego o de la fuerza inglesa, que apenas estaba desembarcando cuando los alemanes ya coronaban su plan.

Una brigada inglesa remontó el rio desde Andalsnes hacia Lillehammer, pero una fuerza alemana de tropas de montaña les derrotó completamente y tuvieron que retirarse maltrechos. Era la primera vez que ingleses y alemanes cruzaban las armas en tierra. El ministro de defensa noruego Quisling, que era un simpatizante nazi, se hizo nombrar primer ministro fraudulentamente y aunque el rey Hakon lo rechazó, su acción provocó el colapso del gobierno y un gran desorden en un momento crucial.

En BP el cobertizo 6 caracterizó una nueva red, a la que dio el color amarillo. Era la utilizada por las
unidades que participaban en la invasión de Noruega. Desde el mismo momento del desembarco las operadoras de Chatham fueron captando cientos de mensajes, a medida que la sofisticada máquina de guerra alemana se desplegaba y las unidades se iban reportando una vez en tierra. Preparada para una guerra móvil a gran escala, todas sus comunicaciones se hacían por morse cifradas con Enigma. Aunque siempre con 24 horas de retraso por la laboriosidad del metodo de las hojas, la totalidad de los mensajes alemanes fue decodificada y pasó a través del dispositivo preparado por Whelchman, con la consiguiente satisfacción profesional de los participantes.

Pero, al igual que las intuiciones de Hinsley, esto no sirvió de nada. Si bien los procedimientos en los cobertizos 6 y 3 funcionaron a la perfección, sólo algunos miembros del estado mayor repararon en el arma que tenían entre manos.

Narvik era el objetivo principal, porque era la terminal del ferrocarril que transportaba el mineral de hierro de las minas suecas de Kiruna para ser embarcado hacia Alemania. En el estrecho fiordo se desarrolló una furiosa batalla naval de dos días, que terminó con ventaja inglesa aunque a un gran coste. El General Macksey, que había desembarcado durante la batalla naval, estaba apostado a las afueras del puerto sin decidirse a atacar. Churchill, que no tenía mando sobre él ya que pertenecía al ejército de tierra, le enviaba continuos mensajes ordenándole un ataque inmediato. Por los informes redactados en el cobertizo 3 que tenía en la mano, sólo un puñado de alemanes lo defendían, ya que la fuerza principal estaba más al Sur. Macksey contestaba que la situación no era propicia y Churchill no tenía forma ni de darle una orden directa ni de convencerle sin comprometer el secreto de Enigma.

En medio de la batalla, una pequeña acción pasó desapercibida para casi todo el mundo. El capitán del destructor inglés HMS Griffin -que patrullaba frente a Andalsnes- recibió un mensaje diciendo que un pesquero holandés había disparado un par de torpedos a otro destructor. Esto no era extraño, ya que los barcos alemanes de apoyo -incluyendo los buques tanque- se habían infiltrado por la costa noruega con los más variopintos disfraces. Cuando avistó al poco rato un pesquero holandés de nombre Polaris, pensó que era un poco extremado hundirlo a cañonazos sin comprobar su verdadera filiación. Manteniéndose en movimiento, sin acercarse, y con el pesquero en la mira de sus cañones, lanzó una lancha de abordaje para inspeccionarlo.

Al mando de la lancha estaba el teniente Alec Dennis, que indicaba la dirección a sus hombres cada vez que alcanzaban la cumbre de las olas, porque había mar de fondo y cuando estaban en los valles sólo veían las negras paredes salpicadas de espuma. Cuando ya estaban bastante cerca, desde una cresta especialmente alta, Dennis vió que el bote volcado de la cubierta era falso y ocultaba un cañón. Mediante el heliógrafo se lo indicó al barco, pero ellos continuaron remando hacia el Polaris. Unas cuantas crestas y valles más tarde estuvieron a su altura y Dennis y un par de marineros saltaron a bordo con las armas en la mano, aprovechando una ola tan alta que puso el bote más arriba que la cubierta. Dennis llevaba una pistola y al caer se le disparó. La tripulación, que no les había visto acercarse entre las olas, al oir el tiro perdió los nervios y salieron de todos sitios con las manos en alto. En una rápida inspección, Dennis vio tubos lanzatorpedos montados en cubierta. Dennis gritó que si hundían el barco les dejarían ahogarse y se dispuso a esperar la llegada del destructor, que se acercaba a toda máquina.

El capitan del Griffin ordenó que los tripulantes del pesquero fueran trasladados a bordo. Cuando iban a comenzar a izarlos, uno de ellos salió corriendo con dos enormes bolsas y las tiró al mar. Una se hundió inmediatamente, pero la otra quedó medio flotando. Un cañonero llamado Foord saltó desde la borda del destructor con una cuerda atada y se apoderó de la bolsa. Al tratar de izarlo, la cuerda de rompió y Foord se hundió con la bolsa. Al poco salió otra vez a la superficie y por increible que parezca aún la tenía asida. Trataron nuevamente de izarlo pero con una sola mano no podía sostener el cabo y cayó otra vez al revuelto mar. Todo el mundo pensó que no lo verían más, pero nuevamente apareció sosteniendo la bolsa. Foord logró mantenerse a flote y hacerse un lazo a la cintura para que lo subieran finalmente a bordo, extenuado y al borde del colapso hipotérmico. A pesar de todos estos trabajos por recuperarla, dentro de la bolsa sólo había “papeles”. El capitán del Griffin era un hombre de la vieja escuela y ordenó a Dennis que patroneara el Polaris hasta Scapa Flow con la bandera alemana en el mástil debajo de la bandera inglesa, tal como debe hacerse con los buques capturados.

Scapa Flow se había construido durante la Gran Guerra en el archipiélago de las islas Orkneys como base para controlar los accesos al Skagerrak. Hundiendo algunos barcos y tendiendo redes se había cerrado una amplia rada situada entre varios islotes. Su situación estrátegica era inmejorable y su profundo y amplio puerto permitía fondear a toda la flota dedicada a la protección de la Inglaterra metropolitana si el ataque venía -como era el caso en las guerras con Alemania- del Norte. Sin embargo desde el punto de vista de los marineros era el peor destino después de las Malvinas. Barracones de ínfima calidad, que apenas protegían de las inclemencias del tiempo sub-ártico, y una cantina de tercera hacían soñar a los que estaban destinados allí con el clima, los pubs y la compañía femenina de los puertos tradicionales de la marina, Portsmouth o Plymouth.

Dos días después de la captura del Polaris, John Godfries, oficial de inteligencia naval, paseaba arriba y abajo de los destartalados muelles esperando. Sabía lo que había en la bolsa y estaba impaciente por ponerle la mano encima. Un atronar de sirenas le hizo mirar hacia la bocana. Vio horrorizado como el pequeño Polaris entraba en la base mientras todos los otros barcos lo saludaban. Salió corriendo como un loco hacia el lugar en que estaba atracando y se encontró a un equipo de noticias filmando a Dennis y a los marineros que le acompañaban. Con ayuda de la policía militar y buenas palabras, confiscó la película y trasladó el barco a una esquina desierta. Ordenó a Dennis y a los otros mantener estricto silencio sobre la captura incluso con sus familiares más próximos. Los alemanes no debían saber que se había capturado el barco. Godfries lo registró otra vez. Estaba todo tirado por el suelo, ya que la tripulación que lo había traido se había dedicado a saquearlo para conseguir recuerdos. Encontró un par de hojas sueltas con mensajes de Enigma que envió junto con la bolsa a BP.

Al cabo de seis horas ésta reposaba abierta sobre la mesa de Turing y Twin en el cobertizo 8. A estos se había unido Alexander, el campeón de ajedrez, y los tres se lanzaron a estudiar el amasijo de papeles en completo desorden que contenía. Encontraron el libro de códigos y multitud de mensajes en claro
y codificados, húmedos pero legibles. Con ellos Turing pudo confirmar sus inferencias y describir de forma segura el procedimiento usado en la Enigma naval.

En lugar de inventarse la clave -como en la Enigma terrestre- el operador debía buscar un grupo de tres letras en el libro de códigos del día, codificarlo con la Enigma en la posición inicial para ese día -que también sacaba del mismo libro- y usar el resultado como posición inicial para el mensaje. Para comunicar al receptor la clave usada, le aplicaba un cifrado mediante un sistema de dígrafos. Para hacerlo, del libro sacaba un nuevo grupo de tres letras y procedía a añadirle una letra de su invención. También le añadía una letra de su invención al primer grupo de tres letras y luego ponía los dos grupos de cuatro letras obtenidos uno encima del otro. Tomaba cada una de las columnas de dos letras y, con una tabla de sustitución de dígrafos que cambiaba cada mes, las iba sustituyendo. Finalmente, ponía los dos nuevos grupos de cuatro letras uno a continuación del otro y los transmitía en claro (o sea tal cual estaban, que tampoco podía decirse que fuera “en claro”)…

Poco antes Doc Keen y sus ingenieros habían instalado su máquina en el Cobertizo 1, que estaba vacío desde que la estación de radio se había desmontado, tras decidir que los alemanes podían localizar el lugar por goniometría y que sería más prudente ceñirse al teléfono y al telex. La máquina se había bautizado como Victoria y era un diseño muy ingenioso, que utilizaba para hacer girar los discos una tecnología adaptada de la que la BTM tenía para los carros del papel de sus calculadoras. Cuando hallaba un resultado positivo se detenía al instante, gracias a las válvulas de efecto termoiónico (tiatrones). Al final Doc Keen había situado verticalmente las ruedas de las 30 Enigmas abiertas que contenía, por lo que la máquina presentaba un frontal lleno de círculos. Hacía ruido de máquina de tricotar acelerada y efectivamente se encallaba, calentaba y estropeaba continuamente. A pesar de eso, era un hito de la ingeniería haber resuelto todos los problemas prácticos en sólo tres meses, a pesar de estar usando tecnología punta en la que había que aprender sobre la marcha.

Turing y Twinn la usaron para descifrar algunos mensajes interceptados en las fechas que cubría el libro, pero como no disponían de las tablas de dígrafos correspondientes no pudieron ir más lejos y descifrar mensajes interceptados en otras fechas. La máquina no iba muy bien, ya que daba cantidades ingentes de positivos porque los ciclos no caracterizaban una sola combinación de alfabetos sino cientos de ellas. Antes de empezar a pensar en cómo mejorarla enviaron un memorándum a Travis ,repitiendo las conclusiones de unas semanas atrás. Faltaba la tercera rueda y el libro de dígrafos de cada mes para que la máquina, mejorada o no, tuviera alguna utilidad.

El ministro de marina Churchill emitió nuevas órdenes aún más explícitas: “Si un submarino alemán emerge, debe impedirse a toda costa que la tripulación lo abandone para que así se vea obligada a desactivar las bombas de relojería que utilizan para destruirlos. Con este fin, debe amenazarse a los que se asomen a la torreta realizando disparos de intimidación con armas ligeras. En caso necesario debe dispararse a matar, para que permanezcan dentro hasta que el submarino sea abordado”.
Durante todo el invierno, mientras la maquinaria de Whelchman deglutía los mensajes, Knox había examinado cuidadosamente la inmensa cantidad de información sobre el uso de Enigma que iba quedando a la vista. Estudiaba compulsivamente los procedimientos de la red Roja y las costumbres de los operadores. Su intención era buscar atajos que permitieran reducir al mínimo el tiempo de manipulación de las hojas. Acostumbrado a atisbar sombras, encontró en aquella avalancha de material en claro una infinidad de procedimientos que permitían descartar millones de casos de un solo golpe.

El principal problema del método de las hojas era que para cada posición de las ruedas existía un juego diferente, hasta un total de 60. Si con diez mensajes hembra había suficiente, resultaba que en promedio hacían falta 300 colocaciones (600 en el peor de los casos). Sabiendo la posición de las ruedas, sólo había que poner diez hojas del juego correspondiente a esa posición. Knox y Jefreys eran dos expertos en hallar el orden de las ruedas, puesto que se recordará que ésa es la primera fase del rodding. Disponían además de las hojas de Jeffreys, que permitían extender las inferencias sobre la rueda derecha hacia las otras más cómodamente que deduciéndolas cada vez. Cuando el rodding es realmente infernal es cuando no se está seguro de si la palabra probable utilizada es correcta, porque uno se rompe la cabeza intentando encajar algo que no sabe si debe encajar. Pero ahora ése ya no era el problema.

En Enero, Knox había descrito un procedimiento para encontrar palabras probables completamente seguras basado en el envío de mensajes multiparte. Para dificultar el descifrado, los alemanes evitaban enviar textos de más de 250 caracteres y por ello los que eran más largos se partían en trozos, que se enviaban consecutivamente en mensajes separados cada uno con su indicador. Knox descubrió que los operadores solían usar la posición en que quedaban las ruedas después de cifrar la primera parte como posición (que se enviaba en claro) para cifrar las tres letras que indicaban cómo se cifraría la segunda. Bastaba restar la longitud del primer mensaje de las tres letras para obtener la posición inicial del primero y utilizarla como “palabra probable”, ya que en este mensaje aparecía cifrada con la clave enviada en claro (pero enmascarada por la posición de anillo).

A medida que la primavera sucedía al invierno, encontró muchas otras formas de hallar “palabras probables”. Muchos operadores tenían tendencia a usar diagonales del teclado, palabras pronunciables o bien ponían HIT como posición inicial para teclear LER y enviarlo como clave del mensaje. Knox probaba de forma sistemática estas combinaciones guiándose por su intuición. Les ponía nombres pintorescos cuando las explicaba a los demás y así empezó a nacer una jerga compartida sólo por los criptoanalistas de BP.

La acumulación de mensajes empezó a permitir determinar palabras probables de forma aún más directa. Una vez identificado el mando superior de la unidad a la que pertenecía la estación de radio receptora, era fácil deducir palabras probables de las primeras frases, puesto que los alemanes empezaban sus mensajes con los títulos completos del receptor. Los pomposos títulos estaban formados por las larguísimas palabras compuestas características del idioma alemán, que eran un objetivo ideal para los ataques de Knox y su equipo. También solían usar mensajes enviados a horas fijas con textos repetitivos ,como por ejemplo mensajes con el texto “nada que reportar”. Estos mensajes absurdos, eran especialmente distinguibles a simple vista por su longitud fija y proporcio
naban una “palabra probable” completamente segura. Para cuando la clave Amarilla empezó a operar en Noruega, Knox entregaba cada día el orden de las ruedas antes de que se hubieran acumulado suficientes “hembras” para comenzar con las hojas. A veces fallaba con la rueda lenta, pero siempre clavaba las otras dos.

Herivel, el antiguo alumno de Whelchman, era uno de los que amontonaba hojas y odiaba esa tarea con toda su alma, por lo que estaba empeñado en encontrar una alternativa. Cada noche, después de cenar, se tumbaba frente al fuego y pensaba sobre el problema. Knox le había explicado una de sus ocurrencias, que consistía en preguntar hacia qué lado gira un reloj. Herivel había contestado que hacia la derecha y Knox le contestó “Dices eso porque no eres el reloj. Él cree que hace girar las agujas hacia la izquierda.” Para Knox esto resumía su método y Herivel encontró una aplicación inesperada a esta extraña reflexión. Hizo un razonamiento que mezclaba la visión rigurosa de los matemáticos con el pensamiento lateral de los veteranos.

En lugar de concentrarse en los mensajes en sí, se imaginó al operador alemán sentado en su mesa a primera hora de la mañana. El procedimiento correcto era coger el libro y mirar qué ruedas debían usarse ese día. A continuación el operador debía colocar la configuración de anillo que también sacaba del libro, es decir hacer resbalar el neumático sobre la llanta hasta que un pequeño punto sobre la sujeción coincidiese con la letra sobre el neumático que le tocaba a cada rueda. Después debía colocar las ruedas en la máquina, ponerlas en una posición cualquiera que enviaría en claro y en esa posición codificar dos veces seguidas tres letras cualquiera. Finalmente debía codificar el mensaje usando las tres letras codificadas.

Antes de que Knox y Jeffreys empezaran a dar la posición de las ruedas reduciendo así drásticamente el número de pruebas, Herivel había estado dos meses siguiendo el riguroso procedimiento de análisis de las hojas. Aunque siempre había sentido el impulso de saltarse algún paso nunca había conseguido encontrar la forma. Sin embargo el operador alemán sí que podía saltarse algún paso si era un vago, si tenía prisa porque se había dormido o simplemente porque estaba bajo fuego enemigo y le costaba concentrarse. Una vez tenía las ruedas del día en la mano, lo más práctico era meterlas en la Enigma para no equivocarse después, y una vez colocadas configurar los anillos. Si lo hacía así, cuando hubiese terminado, lo más probable era que la señal sobre la sujeción, que era solidaria con la circuitería de la rueda, estuviese en la parte más alta de la rueda, ya que era donde el acceso era más fácil. Era una tentación mover un poco las ruedas para cubrir el expediente y usar esa posición para codificar la clave del mensaje.

Por tanto, el operador poco cuidadoso enviaba en claro una combinación de letras que se parecía a la configuración de anillo. Como todos los operadores usaban la misma configuración de anillo y la misma Posición Inicial, si varios de ellos movían poco las ruedas en el primer mensaje del día, habría una desviación estadística muy fuerte en favor de posiciones que cumpliesen esa norma. Si la primera rueda tenía una configuración de anillo digamos B (es decir, que el operador veía la marca sobre la sujeción al lado de la B y en lo más alto de la rueda) los operadores perezosos de esa red comenzarían con claves que en esa rueda tendrían Y,Z,A,B,C o letras cercanas a ésas. Los criptoanalistas leerían muchos primeros mensajes con esas letras. Este principio podía extenderse, ya que quizás para el segundo mensaje las movía otra vez solo un poco. Herivel se lo comentó a Whelchman que lo incorporó al procedimiento. Pero desgraciadamente este método tan ingenioso no funcionaba en absoluto. Cada día los métodos de Knox ofrecían el orden de las ruedas y las hojas descargaban el golpe fatal, antes de que el “consejo de Herivel” hubiese hallado la clave.
A finales de Abril de 1940, los oficiales de inteligencia del Cobertizo Tres veían muchos días entrar, antes del desayuno, las bandejas repletas de mensajes en claro. Aunque no comprendían todo lo que decían los mensajes -porque estaban llenos de tecnicismos y abreviaturas- sí que podían ver claramente las principales maniobras previstas para el día por los alemanes. Los comandantes ingleses sobre el terreno en Noruega podían recibir esa información apenas ocho horas después que sus oponentes, aunque eso rara vez pasaba, puesto que el material estaba clasificado como alto secreto y por tanto su difusión era muy limitada. Tan sólo de tiempo en tiempo el alto mando les insinuaba cursos de acción basados en las comunicaciones que le llegaban del Cobertizo 3, intentando que se trasluciera su grado de seguridad sin revelarlo del todo. Sin embargo, estando en constante contacto con el enemigo que les perseguía y hostigaba, si recibían o no la información carecía de importancia. Sus opciones de actuar no dependían de conocer las intenciones de los alemanes (que estaban a la vista), sino de moverse rápido alejándose de ellos. Tan sólo Maksey recibía noticias contrarias a su intuición y por desgracia se negaba a creerlas…

El dia 26 de Abril el Ministro de Marina presentó un cambio de planes al gabinete de guerra. Era el momento de conceder la derrota en Noruega para evitar más pérdidas. Las dos columnas del sur se embarcarían inmediatamente y la que acechaba Narvik tomaría el puerto, dinamitándolo antes de embarcarse también. Mediante un enérgico repliegue, la fuerza que había intentado tomar Lillehamer se separó de los alemanes y embarcó el 1 de mayo de vuelta a Inglaterra. La de Namsos lo hizo al día siguiente también sin novedad. Ante las perentorias órdenes que le llegaban a todas horas, Maksey presionó un poco más sobre el puerto, pero no quiso enzarzarse con lo que él creía que era una defensa atrincherada y numerosa hasta que llegaran los refuerzos, que pedía insistentemente sin ningún éxito.

Tanto la clase política como los militares estaban horrorizados con el resultado de la aventura. Quienes conocían el detalle sabían que la marina inglesa había vencido a la alemana en todos los encuentros, pero que se habían perdido muchos más barcos de los que habría sido prudente. En tierra por el contrario las pérdidas eran pequeñas, pero esto se había conseguido a base de repliegues y retiradas veloces. Y aunque todo el mundo decía que Narvik estaba a punto de caer, nunca sucedía.

Chamberlain hacía declaraciones optimistas diciendo que “Hitler había perdido el tren de la guerra” por no haber atacado Francia al principio de la primavera. Los Conservadores se debatían entre la evidencia de que la guerra estaba siendo mal conducida, y la conciencia de que el responsable era un gobierno de su partido. Pronto, dentro del partido se formó una corriente anti-Chamberlain, aunque en el fondo todos pensaban que el principal r
esponsable de Noruega no había sido Chamberlain sino Churchill, con otra de sus ideas que, como “Amberes” y “Los Dardanelos”, había tenido el resultado que todo el mundo menos él preveía de antemano. Se decía que si Chamberlain era demasiado pasivo, Churchill era demasiado temerario, por lo que el segundo tendía a provocar grandes catástrofes mientras que el primero evitaba la derrota buscando el mal menor.

La opinión pública no conocía los detalles, pero sabía que Noruega era una derrota.

Liberada del dilema sobre si Polonia valía una guerra, la parte abstracta del temor había desaparecido y mientras el miedo a que Inglaterra fuese realmente destruida había aumentado fuertemente. Guernica, Barcelona y Varsovia estaban en la mente de todos. Aunque los políticos decían que Churchill se había equivocado muchas veces, había acertado en que habría guerra, puesto que así lo había dicho desde 1930, cuando Hitler sólo dirigía el tercer partido de Alemania. Y puestos a hilar fino, Chamberlain se había equivocado siempre, puesto que en todas sus ruedas de prensa había anunciado que pasaría lo contrario de lo que al final pasaba, como en el grotesco episodio del papel donde había anunciado 20 años de paz un año antes de declarar la guerra.

Con estos vientos soplando entre los votantes la facción anti-Chamberlain ganó peso rápidamente. Lord Halifax, ministro de Asuntos Exteriores, y por ello uno de los artífices de la doctrina del “apaciguamiento” de Alemania mediante concesiones, comenzó a decir que esa política quizás había sido un error, contestando con silencios cuando le insinuaban que él sería un buen recambio para Chamberlain.

La oposición y los diputados conservadores que habían cambiado de caballo, forzaron una reunión del parlamento para hablar de Noruega. Chamberlain había hecho una rueda de prensa señalando que Narvik estaba a punto de caer y por ello aún no era el momento de evaluar el resultado de la campaña. Sólo había conseguido que aumentara el número de los diputados que pedían la sesión. El ambiente contra Chamberlain se encrespaba, porque ya era casi el único que no dudaba de que las cosas fuesen bien. El nombre de Halifax se empezó a dar por seguro.

El 7 de Mayo se reunió la Cámara para escuchar al gobierno. Cuando Chamberlain entró para ocupar su asiento, fue recibido con gritos de “¡Tú sí que has perdido el tren!”. Durante su intervención no cesaron ni un momento los pitos y las chanzas. Cuando terminó, le tocaba al jefe del grupo parlamentario mayoritario, es decir al líder de su propio partido. Éste subió al estrado y citó un antiguo discurso de Cromwell, pronunciado 300 años antes: “Ya has estado demasiado tiempo sin hacer nada bueno. Yo digo: véte, déjanos seguir sin ti. En el nombre de Dios, ¡véte!”, a lo cual la Cámara respondió con un atronador aplauso de varios minutos. Se suspendió la sesión hasta el día siguiente, en que hablarían los líderes de los otros dos partidos, el Laborista y el Liberal. También le tocaría hablar al Ministro de Marina.

Éste cenó con algunos amigos que le aconsejaron que se distanciara del primer ministro y lo atacara, porque si no se hundiría con él. Aunque nadie la nombró, en la cabeza de todos estaba la coincidencia con la anterior presencia de Churchill en el Ministerio de Marina. Una operación anfibia fracasada y un primer ministro a la búsqueda de un cabeza de turco. Otra vez todo se repetía como una especie de maldición. Noruega se uniría a la lista de desastres causados por él. Quizás fuera su última noche en el gobierno.

Al día siguiente abrió la sesión el líder de los laboristas, que pidió un voto de censura inmediato al gobierno por su nefasta conducción de la guerra y aseguró que éste carecía de apoyo parlamentario para continuar. Después habló Lloyd George, del partido Liberal, que había sido primer ministro al final de la Gran Guerra y en algunos de cuyos gobiernos había participado Churchill cuando era de ese partido. Dijo que la cuestión no era qué apoyo tenía Chamberlain en el parlamento, la cuestión era que debía dimitir de inmediato en lugar de intentar cargar la responsabilidad sobre Churchill como intentaba hacer. Al oírlo, Churchill se levantó y se declaró responsable de todo. Lloyd George terminó su intervención y Churchill subió al estrado en medio de una gran expectación.

En un largo discurso, evaluó concienzudamente las razones para la invasión de Noruega y justificó el retraso en su implementación en la necesidad de prepararlo bien, señalando que ése había sido el motivo de la derrota. Sobre los apoyos de Chamberlain dijo que “no sabía cuántos le quedaban pero que cuando todo iba bien había tenido desde luego muchos”. Acabó diciendo que la batalla por Narvik no había terminado, que las pérdidas habían sido pequeñas y que al fin y al cabo habían hostigado a los alemanes, que si no habrían conquistado Noruega aún más fácilmente. Impresionó la soltura con la que trataba los temas militares y el tono médico con el que hablaba de la guerra. Decía lo que había pasado con toda naturalidad y lo evaluaba sin ninguna pasión. Chamberlain en cambio había intentado pintar de rosa algo que era desde luego negro oscuro. Churchill volvió a su escaño en medio de aplausos dispersos y un reflexivo silencio mayoritario.

Hubo una votación en la que el gobierno sólo recibió 81 votos de los 200 que le habían apoyado en la investidura. Con tan escasa base parlamentaria, quedaba a merced de un voto de censura en cualquier momento. Muchos diputados se levantaron a cantar “Rule Britania”, como muestra de hostilidad hacia Chamberlain, que se retiró en medio de un tumulto de insultos y abucheos.

Chamberlain, agotado por la extrema tensión emocional pero con sus reflejos de político intactos, se hizo conducir al palacio de Buckinham por su chófer y solicitó permiso al rey para formar un gobierno de coalición. Le dijo al rey que después del desastroso resultado de la votación en el parlamento y de la rebelión masiva en sus filas, sólo un gobierno basado en el resto de partidos complementando sus votos incondicionales dentro del partido Conservador, podía sobrevivir a una moción de censura.

Por la mañana, confesó a uno de sus diputados amigos que no creía que los laboristas aceptaran y que quizás se vería obligado a dimitir. Ese mismo diputado comió más tarde con Churchill en un club y le dijo que Chamberlain no estaba seguro de poder seguir. Le dijo que con toda probabilidad se encargaría formar gobierno al ministro de Asuntos Exteriores, Lord Halifax, que sería más aceptable para los laboristas.

Esa mañana varios diputados habían hablado con Churchill. Le dijeron que él era un hombre de guerra y que era el candidato ideal para suceder a Chamberlain. También le habían dicho qu
e el mainstream del partido Conservador jugaba la carta de Halifax, atacando a Churchill con saña. Decían que era un aventurero temerario amante de los grandes gestos y de la retórica pasada de moda. ¿Acaso no era mejor un caballero, un político serio y honesto que anteponía el interés del país a su amor propio? ¿De verdad querían que Inglaterra quedase en manos de un pendenciero que perseguiría a Hitler hasta el infierno con tal de demostrar que había tenido razón desde el principio?

Al salir del club, Churchill acudió al 10 de Downing Street donde Chamberlain había convocado una reunión de los tres: Churchill, Halifax y él mismo. Halifax acudía como futuro primer ministro y Churchill para decirle que le dejarían quedarse como ministro si prometía no entorpecer al nuevo gobierno, aún en el caso de que ese gobierno se viese obligado dirigir la guerra de una forma menos enérgica que la que él preconizaba.

Delante de los dos, Chamberlain llamó por teléfono a los laboristas para ver si podía salvarse en el último momento. Le dijeron que estaban reunidos en un congreso nacional del partido y que consultarían a las bases el tema de entrar en el gobierno. De todas formas y sin querer sustraer a la asamblea de compromisarios su capacidad de decisión, les parecía que la conclusión más probable era que sólo quisieran entrar en el gobierno en caso de que Chamberlain no fuera el primer ministro.

Chamberlain colgó y comunicó a los dos que la mayoría de la clase política prefería a Halifax y que se iba a ver al rey para decírselo. Halifax sin embargo le interrumpió diciéndole que él no podía ser primer ministro ya que no era diputado y por tanto le sería dificil dirigir una mayoría parlamentaria sin la cual el gobierno no podría sobrevivir. Dijo: “Winston es una mejor elección”. En palabras de Halifax en su diario, “(Churchill)…fue muy amable y educado, pero no dejó duda de que él también pensaba que esa era la mejor solución”. Desgraciadamente Halifax no consignó en su diario los verdaderos motivos de su extraño comportamiento, que ha sido objeto de especulación desde entonces.

Quizás pensó era mejor dejar formar gobierno a Churchill para poder sucederle cuando sus excentricidades le hiciesen fracasar. Era consciente de que la gente de la calle estaba atemorizada y harta de política de salón, presintiendo como presentían el peligro inminente. Para ellos, Churchill representaba la vieja Inglaterra que no se atemorizaba, la Inglaterra de Drake, Nelson y Wellington. En las fotografías de los periódicos aparecía con aspecto resuelto y en sus declaraciones públicas rezumaba seguridad en sí mismo y en el Imperio. Su gesto de cargar sobre sí toda la responsabilidad por Noruega demostraba un sentido de estado que contrastaba con las maniobras de los cenáculos aristocráticos que conspiraban contra él, agitando rencores por sus cambios de partido y su comportamiento plebeyo.

Esa noche Churchill por primera vez habló, aunque en su círculo más intimo, sobre la composición de un gobierno presidido por él. Pero Chamberlain no fue a ver al rey sino que se fue a la cama a darle vueltas a su dilema imposible: ¿Cómo dimitir sin causar la perdición de Inglaterra entregándola a un aventurero como Churchill?

Por la mañana le despertó el edecán con la noticia de que había fuertes combates en las fronteras belga y holandesa de Alemania. Chamberlain decidió al instante que no era día para cambiar de primer ministro.

Churchill ya llevaba dos horas levantado. A las seis se había reunido con el Ministro de la Guerra y el Ministro del Aire para decidir las medidas a tomar. Ambos, que no habían dormido ni una hora, quedaron impresionados por su estado de ánimo. Discutió enérgicamente sobre las diferentes alternativas mientras ordenaba un copioso desayuno que terminó con un enorme cigarro puro.

A las ocho se reunió el gabinete de guerra presidido por Chamberlain, que no dijo nada sobre dimitir y dio la palabra a los tres ministros militares para que hicieran un resumen de la situación. La noticia de que pensaba quedarse se extendió inmediatamente por la clase política con la consiguiente estupefacción general, que se tornó rápidamente en ira sobre todo entre las filas de su propio partido.

Chamberlain insistió a sus colaboradores en que no dimitiría en medio de aquella incertidumbre. A las once se reunió el gabinete de Guerra otra vez y decidió, a propuesta de Churchill, enviar un representante a Bélgica para evitar que los belgas desfallecieran, aunque esta vez él no se presentó voluntario. Parecía que jugaba con la repetición, estudiaba las pequeñas variaciones que podían ser signos del Destino, aunque sabía por experiencia que el Destino no hace signos, sino que golpea sin avisar.

A las cuatro de la tarde se reunió el gabinete por tercera vez. Los analistas habían conseguido dibujar un cuadro de la situación y los tintes eran muy oscuros. Paracaidistas alemanes controlaban todos los puntos estratégicos de Holanda y columnas blindadas avanzaban hacia ellos arrasando cualquier oposición. La aviación alemana era dueña del cielo y enjambres de aviones de ataque a tierra apoyaban el avance.

A media reunión se presentó un mensajero con un papel en el que se comunicaba que paracaidistas alemanes habían saltado y estaban tomando posiciones muy detrás de las líneas belgas. Se suscitó la cuestión de hasta que punto era posible que los alemanes tomaran el control mediante paracaidistas. Se comentó que era importante que el ejército inglés estuviera preparado para hacer frente a súbitos lanzamientos masivos de paracaidistas en cualquier lugar, aunque nadie atinó a sugerir cómo debían desplegarse las apenas tres divisiones que quedaban en la isla para hacer frente a una tal amenaza.

Al cabo de un rato llegó un segundo mensajero con una nota para Chamberlain, que éste leyó en voz alta. Era la respuesta del partido Laborista. Sus bases habían votado masivamente en contra de entrar en un gobierno presidido por Chamberlain, pero en cambio aceptaban a cualquier otro del partido Conservador.

Chamberlain por fin se rindió. Puso fin a la reunión, salió a la calle y se dirigió a palacio a presentar su dimisión al rey y recomendar, según la versión de este último, a Winston Churchill como primer ministro. Es probable que eso no sea verdad y que discutieran alternativas una vez que la primera opción de ambos, Halifax, se había autoexcluido. La cuestión es que no las encontraron y el rey mandó llamar a Churchill. Cuando Churchill entró en palacio, Jorge V le dijo: “Supongo que no sabe por qué le he llamado”, a lo que Churchill respondió con sorna: “No puedo ni imaginármelo”. El rey le puso la mano en el hombro y le pidió que formara gobierno.

Esa noche, cuando volvía al almirantazgo, donde vivía en su calidad de Ministro de Marina, el inspector W. H. Thomson, que era su guardaespaldas desde hacía diez años, iba sentado con él en el as
iento de atrás. Thomson pensó que debía felicitarle y le dijo: “Sólo habría deseado que la responsabilidad que le ha llegado lo hubiera hecho en mejores circunstancias, porque ahora será una tarea enorme”. A Churchill se le llenaron los ojos de lágrimas y contestó con la voz entrecortada: “Sólo Dios sabe cuan enorme. Me temo que es demasiado tarde. Sólo cabe hacerlo lo mejor que podamos.”Así que ésa era la sorpresa del Destino. Por el desastre de los Dardanelos le habían echado, y por el desastre de Noruega le habían hecho Primer Ministro. Pero un Primer Ministro que debería hacer frente a trágicos y ominosos presagios, quizás incluso el de la destrucción de Inglaterra. ¿Cabía ironía más cruel?